Vivimos en el siglo XXI, en la era de la inteligencia artificial, los derechos humanos y los discursos políticamente correctos. Pero a poco que se rasque la superficie, bajo la pátina de modernidad y progreso, emerge con fuerza el hedor rancio del machismo más casposo.

Ese que se camufla en chascarrillos, comentarios “desafortunados”, risas de barra de bar trasladadas a los escaños del poder. Ese que, aún hoy, permite que ciertos hombres se crean con el derecho de opinar sobre nuestros cuerpos, nuestras decisiones, nuestra presencia en los espacios públicos y privados.

El machismo no ha muerto: ha mutado, se ha disfrazado, pero sigue operando con toda su violencia simbólica y real.

El caso reciente del presidente del Consejo de Mallorca, Llorenç Galmés, es solo un botón de muestra. Su comentario machista durante una comparecencia pública no es una anécdota ni un “desliz”. Es la prueba palpable de que estos hombres no solo no han aprendido nada, sino que siguen ocupando cargos de responsabilidad desde los cuales moldean discursos, influyen en políticas públicas y educan, sí, educan, con su ejemplo.

Cuando el poder se sienta con las piernas abiertas

Porque no se trata solo de palabras. Los comentarios machistas no son simples errores de forma o mala educación. Son expresión de una estructura de poder que aún permite que hombres como Galmés, y tantos otros, hablen como si estuviéramos en el siglo XIX.

El micromachismo institucionalizado actúa como una bomba de racimo: lanza mensajes que se fragmentan en el imaginario colectivo, sembrando desprecio, burla y deslegitimación hacia las mujeres.

¿Que si exageramos? ¿Que si ya no se puede decir nada? Claro, eso dicen ellos mientras reproducen en bucle ese victimismo masculino tan patético como peligroso. ¿Dónde quedó el respeto? ¿Dónde quedó la ética pública? ¿Dónde quedó la responsabilidad institucional?

Cuando un político se permite decir, en un contexto formal, que «no se puede resistir» a la belleza de una mujer en una rueda de prensa, lo que está haciendo no es solo expresar un pensamiento personal (inaceptable, por cierto): está reafirmando su posición de poder frente a nosotras. Nos cosifica. Nos rebaja. Nos convierte en objeto de deseo o burla, no en interlocutoras válidas. Y lo hace con total impunidad.

El machismo es sistémico y transversal

No importa si son conservadores o supuestamente progresistas. El machismo lo encontramos en todas las ideologías, porque se ha enquistado en el poder. Desde el señor que hace “bromitas” en el Congreso hasta el que niega la violencia machista mientras firma presupuestos que la invisibilizan. Desde el que nos llama “chicas guapas” en una entrevista hasta el que decide recortar fondos para políticas de igualdad.

Y no, no estamos hablando de hechos aislados. Estamos hablando de una cadena continua de acciones, discursos y actitudes que se retroalimentan. Que generan un clima de permisividad. Que normalizan la humillación. Que desalientan la denuncia. Que hacen que muchas mujeres no quieran entrar en política, en los medios, en la universidad o en cualquier otro espacio de poder, porque saben que van a tener que soportar comentarios, insinuaciones, desprecios y violencia simbólica como precio por atreverse a participar.

No son bromas, son agresiones

Nosotras lo sabemos bien: los comentarios machistas no son inocuos. Son agresiones. Porque te colocan en una posición de inferioridad. Porque anulan tu palabra. Porque reducen tu presencia a un cuerpo, una voz que adorna, una anécdota. Porque desvían la atención de lo importante para centrarla en lo superficial. Porque humillan. Porque duelen. Y porque, además, se permiten desde el privilegio.

Cuando un hombre en el poder se ríe del feminismo o hace comentarios machistas, no es una cuestión de libertad de expresión. Es una declaración de guerra. Nos está diciendo que él sigue mandando. Que sigue dominando los espacios públicos. Que su masculinidad está por encima de cualquier norma de respeto o equidad.

Y lo más grave: nadie lo aparta. Nadie le exige responsabilidades. Todo se resuelve con un “lo sentimos si alguien se ha sentido ofendido”. La vieja fórmula de la no disculpa. El cinismo de los cobardes.

¿Qué educación estamos transmitiendo?

Si permitimos que quienes ocupan cargos institucionales sigan hablando desde el machismo, ¿qué mensaje estamos dando a la sociedad? ¿Qué aprenden los jóvenes que ven a estos “líderes” burlarse de las mujeres, tratarlas como objetos o minimizar la violencia machista? Aprenden que se puede ser machista y seguir en el poder. Que no pasa nada. Que el sistema no castiga el sexismo. Que, al contrario, lo premia con cargos, con risas, con aplausos cómplices.

Por eso insistimos: el machismo no es solo una cuestión de palabras. Es una ideología. Una estructura. Un sistema. Y cada comentario, cada gesto, cada risa, refuerza ese sistema. Por eso hay que decirlo alto y claro: a los machistas no se les puede permitir ocupar cargos de responsabilidad pública.

No queremos ni un “desafortunado” más. No aceptamos que se siga educando desde el poder en el desprecio hacia las mujeres.

El machismo no tiene cabida en nuestras instituciones

Es urgente depurar responsabilidades. Es urgente sacar a estos machirulos de los espacios de decisión. Es urgente establecer protocolos claros y eficaces para que cualquier actitud machista —por pequeña que parezca— tenga consecuencias reales. ¿Se imaginan a una mujer en política haciendo un comentario sexual hacia un compañero? ¿Cuánto tardarían en pedir su dimisión? Pues exigimos el mismo rasero.

No podemos permitirnos seguir normalizando lo inaceptable. No se trata de “censura”, como gritan desde la caverna. Se trata de justicia. Se trata de dignidad. Se trata de democracia real. Porque una democracia que tolera el machismo es una democracia enferma. Una democracia hipócrita. Una democracia de fachada.

Nosotras no nos callamos. Y no vamos a parar.

Cada vez que uno de estos energúmenos abre la boca para soltar su “opinión” de barra de bar, reafirmamos nuestro compromiso de combatirlo. De denunciarlo. De señalarlo. De exigir consecuencias. Y de construir una sociedad donde ser mujer no implique soportar comentarios degradantes, burlas o ninguneo.

A las que dicen que “ya no se puede decir nada”, les respondemos: claro que no. Ya no se puede decir cualquier cosa sin consecuencias. Porque estamos hartas. Porque no queremos más sonrisas tensas, más tragarse la rabia, más callar por miedo a parecer exageradas.

Y a los que dicen que “es solo una broma”, les decimos: no nos hace gracia. Ni ahora, ni nunca. Porque no es humor, es opresión. Porque no es ironía, es violencia.

Machistas fuera de las instituciones. Ya.

No basta con la denuncia. No basta con las disculpas vacías. Hay que construir mecanismos para que estos sujetos no vuelvan a ocupar un cargo público. Que se vayan a su casa a leer un poco de historia, a reflexionar sobre sus privilegios o, al menos, a aprender a cerrar la boca.

Porque mientras estén ahí, nos seguirán hiriendo. Nos seguirán violentando. Nos seguirán robando la palabra y el espacio. Y nosotras no estamos dispuestas a seguir aguantando.

Así que, por si no les queda claro: sí, somos feministas. Sí, estamos enojadas. Sí, exigimos respeto. Y sí, vamos a seguir luchando. Porque cada vez que una de nosotras se levanta, el sistema machista tiembla. Y no vamos a parar hasta hacerlo caer.