En España, un maltratador condenado por pegar, humillar o amenazar a su pareja puede librarse de la cárcel a cambio de hacer un curso. No un curso de larga duración, no una terapia profunda y supervisada durante años. No. Basta con asistir, ahora incluso de forma online, a unas cuantas sesiones virtuales de “reeducación” para poder decir que está “reinsertado”. El verdugo entra al ordenador, pincha un enlace, escucha a un psicólogo durante dos horas y sale con el certificado bajo el brazo. Mientras tanto, la víctima sigue huyendo, vigilando, sobreviviendo.

La noticia de que los cursos para maltratadores pasan a ser online es una metáfora perfecta del rumbo que ha tomado el Estado en materia de violencia de género: más comodidad para el agresor, más desamparo para la mujer.

Una justicia que ya era blanda se vuelve líquida.

La pantalla del perdón

El sistema judicial español lleva años promoviendo lo que denomina “programas de intervención para hombres condenados por violencia de género”. En teoría, su objetivo es reeducar, cambiar patrones de conducta, evitar la reincidencia. En la práctica, muchos de estos cursos funcionan como monedas de cambio: la asistencia permite reducir penas, sustituir la prisión por libertad vigilada o evitar directamente el ingreso en un centro penitenciario.

Y ahora, con la nueva modalidad online, el control es todavía menor. Nadie sabe si el maltratador está escuchando, si está en el sofá riéndose de la psicóloga o si está al otro lado del teléfono mientras su víctima duerme en una casa de acogida con miedo a que él vuelva.

El sistema ha puesto la pantalla entre el agresor y su responsabilidad. Ha convertido el castigo en trámite y la reinserción en simulacro.

El gran negocio del “cambio”

El otro lado de esta historia, el que apenas se cuenta, es el negocio millonario que gira en torno a estos cursos.

Empresas privadas, fundaciones o asociaciones que se presentan como expertas en “reeducación emocional masculina” gestionan los programas con fondos públicos. No hablamos de equipos con décadas de trabajo en igualdad o atención a víctimas; hablamos, en muchos casos, de contratas adjudicadas al mejor postor, donde el objetivo no es transformar conciencias, sino cumplir horas y emitir certificados.

Mientras las casas de acogida siguen saturadas, las víctimas esperan meses por una ayuda del Pacto de Estado y las asociaciones de mujeres malviven con presupuestos ridículos, hay dinero para cursos de redención masculina. Es la paradoja institucional: al agresor se le “atiende”, a la víctima se le “aplaza”.

Los informes de impacto son elocuentes: muchos hombres que completaron estos programas reinciden, y otros simplemente los usan como herramienta de legitimación. “Ya hice el curso”, dicen en los juicios, como si unas diapositivas sobre empatía anularan los años de terror que causaron.

Cuando la violencia se gestiona por contrato

El paso a la modalidad online no es inocente. Responde a una tendencia cada vez más extendida: la externalización de los servicios públicos vinculados a la violencia machista. Desde las pulseras telemáticas hasta las casas de acogida, pasando por los programas de atención psicológica o los puntos de encuentro familiar, todo se licita, se subcontrata, se trocea en pliegos administrativos.

Y cuando se trata de los maltratadores, el proceso es aún más rentable: no hay riesgo físico, no hay intervención en crisis, no hay seguimiento real. Basta con un curso grabado, un tutor virtual y una firma digital.
Un negocio redondo, y además con buena prensa. Porque, ¿quién se atreve a cuestionar un programa que “ayuda a los hombres a cambiar”?

El resultado: se privatiza la violencia y se convierte en nicho de mercado. Se gestionan delitos como si fueran trámites burocráticos. Y el Estado, en vez de garantizar justicia y reparación, delegan la responsabilidad moral en empresas privadas.

Reeducar no es exculpar

Por supuesto, nadie niega la importancia de trabajar con los agresores. La prevención secundaria es necesaria: hay que actuar sobre el origen del comportamiento violento. Pero una cosa es reeducar y otra muy distinta es exculpar.
No se puede construir la política pública sobre la premisa de que el maltratador es una víctima de su entorno, de sus emociones, de su “mala gestión de la ira”.

La violencia machista no es un error psicológico, sino un acto político y de poder. No se corrige con una charla, ni se desactiva con un PowerPoint. Y mucho menos a distancia.

La justicia que sustituye prisión por “clases online” está enviando un mensaje devastador: la violencia contra las mujeres es negociable.

El doble rasero

Resulta insultante comprobar cómo el sistema es implacable para unas y paternalista para otros.

Una mujer que incumple una orden de alejamiento para recoger ropa o documentos puede ser sancionada; un hombre que la agredió puede esquivar la prisión si se conecta por Zoom dos veces al mes.
El mismo sistema que exige a la víctima demostrar el miedo con informes, partes médicos y testigos, cree automáticamente en la “reeducación” del agresor con una simple certificación.

Si una mujer víctima de violencia machista recibe ayudas, tiene que justificar cada euro; si un agresor participa en un programa, basta con su palabra.
Esa asimetría no es casual: la justicia patriarcal siempre desconfía de la víctima y siempre concede el beneficio de la duda al agresor.

Del castigo a la pedagogía vacía

En los juzgados de violencia sobre la mujer, los jueces suelen imponer estos cursos como parte de la pena. Pero la realidad es que muchos no se fiscalizan adecuadamente. No hay seguimiento real, ni evaluación externa, ni verificación sobre cambios de conducta.

Se parte de una idea peligrosamente ingenua: que el maltratador “puede aprender”. Pero aprender, ¿qué ¿Que no debe pegar? ¿Que los celos no son amor? ¿Que el control no es cariño? Todo eso lo sabía antes de golpear. El problema no era la ignorancia, sino la impunidad.

Convertir un delito en una lección moral es una forma de rebajar su gravedad.

El Estado no enseña ética a un ladrón, ni organiza talleres de empatía para un violador infantil. ¿Por qué, entonces, trata al maltratador como si fuera un alumno descarriado y no un delincuente peligroso?

El espejismo de la reinserción

Los defensores de estos programas argumentan que reducen la reincidencia. Pero los estudios más serios (como los realizados por el CGPJ y el Instituto de la Mujer) muestran que los resultados son modestos o directamente irrelevantes.

Entre quienes acuden de forma voluntaria, puede haber cierta introspección; entre los que lo hacen para evitar la cárcel, la motivación es puramente instrumental. Es decir: fingen cambiar para cumplir.

Además, los programas se aplican de manera uniforme, sin evaluar factores de riesgo, perfiles psicopáticos o contextos de violencia prolongada.
Un mismo modelo de intervención se usa para un agresor primerizo que gritó una vez y para un hombre que lleva veinte años golpeando.
¿Resultado? Una terapia superficial, masiva, despersonalizada.

Y ahora, con el formato online, ni siquiera eso: solo una pantalla y un clic.
El maltratador ya no tiene que enfrentarse a la mirada del terapeuta ni al juicio de grupo; puede “cumplir” desde el anonimato. La violencia se digitaliza y el castigo desaparece.

La víctima fuera del foco

Mientras tanto, las mujeres siguen sin acceso a atención psicológica suficiente, sin ayudas económicas inmediatas, sin vivienda, sin protección efectiva.
El Pacto de Estado prometió recursos; la realidad ofrece excusas.

Cada euro que se destina a los cursos de “reeducación masculina” es un euro que no se invierte en acompañar a las víctimas, en reforzar los servicios sociales o en garantizar que una mujer no tenga que volver a convivir con su agresor.

Se habla de “trabajar con los hombres” pero se olvida a quién dañaron.

Los cursos para maltratadores se venden como parte de la solución, pero en realidad son parte del problema: normalizan la idea de que el agresor merece segundas oportunidades antes incluso de que la víctima haya tenido la primera.

La banalización institucional del horror

En un país donde cada año decenas de mujeres son asesinadas por sus parejas o exparejas, resulta obsceno que el debate gire en torno a si los maltratadores deben recibir formación online o presencial.
El foco debería estar en cómo se sigue fallando a las víctimas, no en cómo hacer más cómodo el castigo del agresor.

El mensaje político es devastador: la violencia machista se combate con pedagogía amable, con cursos de “masculinidades alternativas” y tutorías de gestión emocional. La consecuencia es previsible: la impunidad se disfraza de progreso.

La violencia como industria

En los últimos años, la llamada “industria de la igualdad” ha crecido de forma desmesurada. Y dentro de ella, los programas para hombres se han convertido en un filón.

Consultoras, entidades de formación y asociaciones de nuevo cuño compiten por adjudicaciones millonarias, presentando memorias llenas de palabras huecas: “desaprendizaje de roles”, “reeducación emocional”, “revisión de privilegios”.

Todo muy académico, todo muy subvencionable. Pero cuando una víctima pide atención urgente, no hay fondos disponibles.
Se habla de “políticas de transformación”, pero en realidad se están creando empleos y contratos sobre el dolor ajeno.

Convertir la violencia machista en sector económico es una perversión institucional.
Y estos cursos son el ejemplo más obsceno: mientras se recorta en protección, se invierte en pedagogía para maltratadores.

¿Reeducar o encubrir?

Al final, el debate no es técnico, sino ético.

¿Debe un maltratador poder evitar la cárcel a cambio de conectarse a un curso online?

¿Debe el Estado destinar dinero público a programas que benefician más al agresor que a la víctima?

¿Queremos justicia o queremos estadísticas bonitas?

La respuesta debería ser evidente. Pero no lo es. Porque hemos convertido el sufrimiento de las mujeres en un campo de experimentación social donde todo vale: pulseras que fallan, psicólogos que certifican arrepentimientos exprés, plataformas online que sustituyen la responsabilidad por conexión Wi-Fi.

Impunidad digital

Los cursos para maltratadores, ahora online, son el último eslabón de una cadena de despropósitos. Representan la banalización de la violencia, la privatización del castigo y la conversión de la justicia en trámite.
No son política de igualdad: son política de complacencia.

Cada vez que un agresor evita la cárcel gracias a un curso por videollamada, el Estado le está diciendo a las víctimas que su dolor vale menos que la comodidad del verdugo. Y mientras esa sea la ecuación dominante, no habrá reeducación posible: solo impunidad digital.