En Zaragoza, un hombre ha sido condenado por lanzar aceite hirviendo a su exmujer, provocándole graves quemaduras. Una agresión atroz, premeditada, ejecutada con la crueldad de quien busca no solo dañar, sino marcar el cuerpo de una mujer como territorio de venganza.
Y, sin embargo, el titular que debería estremecer a cualquier sociedad, “Intento de asesinato con aceite hirviendo”, queda reducido en el lenguaje judicial a un acuerdo de conformidad. Una fórmula limpia, burocrática, desinfectada de toda emoción: el agresor admite los hechos, acepta la pena, evita el juicio y el Estado suspira aliviado porque no habrá titulares incómodos ni víctimas que hablen demasiado.
Un pacto con el diablo, rubricado en nombre de la eficiencia judicial
El condenado, de 47 años, atacó a su exmujer en Zaragoza arrojándole aceite hirviendo sobre la cabeza y el torso, causándole lesiones graves y un trauma que no desaparecerá jamás. Lo hizo deliberadamente, en su casa, cuando ella acudió a recoger unas pertenencias. La escena es de terror doméstico: la mujer ardiendo, gritando, mientras su agresor observa el resultado de su acto.
Cualquier persona con un mínimo de sentido ético pensaría: esto es intento de homicidio. Y lo es. Pero la justicia, en su infinita capacidad para rebajar la violencia machista al rango de “incidente menor”, ha permitido un pacto que convierte un acto salvaje en una pena asumible, casi negociable.
El maltratador no entra en prisión por este crimen: entra por sus antecedentes. Porque ya antes había agredido. Porque su violencia no es nueva ni accidental, sino persistente, reiterada, reconocida por la propia administración.
Y, aun así, el sistema se comporta como si se tratara de un hecho aislado, como si el aceite hirviendo fuera un “exceso puntual” y no la culminación de un ciclo de abuso.
La justicia del “pacto” y la cultura de la minimización
El acuerdo de conformidad, esa herramienta judicial que busca aligerar los tribunales, se ha convertido en una vía de escape para agresores machistas. Se presenta como un mecanismo pragmático: “si reconoces los hechos, te reducimos la pena”. Pero lo que oculta es una banalización sistemática del dolor de las víctimas.
¿De qué sirve que reconozca el delito si el castigo no guarda proporción con el daño causado?
¿De qué sirve un sistema que negocia con el terror?
La justicia española ha normalizado los pactos con maltratadores, incluso en casos de extrema gravedad. Se justifica en nombre de la “rapidez procesal”, cuando en realidad lo que garantiza es la comodidad institucional y el ahorro de esfuerzo político y mediático.
No se investiga a fondo, no se celebran juicios, no se escucha a la víctima en toda su dimensión. Se firma un papel y se pasa al siguiente caso.
Así, la justicia se vuelve cómplice por omisión. Y la víctima, además de sobrevivir al fuego literal, debe enfrentarse al fuego lento de la impunidad.
La violencia que no cesa: cuando el cuerpo de la mujer es el campo de batalla
El aceite hirviendo no fue un accidente. Fue un arma doméstica transformada en instrumento de tortura. En demasiados casos, los agresores recurren a líquidos corrosivos, cuchillos, martillos o gasolina. La intención es siempre la misma: aniquilar la autonomía, borrar la identidad, destruir la vida.
No es casualidad que el ataque se produzca cuando ella ya había decidido separarse. El momento de mayor peligro para una mujer es precisamente cuando se atreve a salir del círculo del maltrato. Es ahí cuando el agresor siente que pierde poder, y el patriarcado, esa estructura invisible que lo sostiene, le susurra que tiene derecho a “castigarla”.
Y el sistema judicial, en lugar de enfrentarse a ese patrón estructural, traduce el horror en tecnicismos: lesiones, tentativa, daños, antecedentes. Como si las palabras pudieran borrar el fuego.
Un castigo que no castiga
El agresor entra en prisión solo porque ya era reincidente. No por el acto brutal de lanzar aceite hirviendo a una mujer. No por haberla dejado marcada para siempre, no por el miedo que seguirá viviendo el resto de su vida.
Si no tuviera antecedentes, probablemente estaría en libertad, firmando cada dos semanas en el juzgado, como tantos otros.
Y eso es lo que resulta insoportable: no existe proporcionalidad, ni sentido de justicia, ni reparación real.
¿Qué mensaje lanza el sistema cuando un hombre puede quemar viva a su exmujer y aún así negociar su pena?
El mensaje es devastador: hazlo una vez, te saldrá barato; repítelo, y quizá entonces te miremos con algo más de seriedad.
El espejismo del “cumplimiento” de las leyes de igualdad
España presume de leyes pioneras en materia de violencia de género. Se nos llena la boca con la Ley Orgánica 1/2004, con los fondos del Pacto de Estado, con las campañas institucionales que dicen “No estás sola”.
Pero cuando una mujer es atacada con aceite hirviendo, la respuesta real del sistema es un pacto de conformidad y una condena que no repara ni protege.
Esa es la distancia entre el discurso y la realidad. Entre el papel y la vida.
Cada vez que un tribunal acepta estos acuerdos, se traiciona el espíritu de la ley. Porque el objetivo no era la eficiencia procesal, sino la erradicación de la violencia machista.
Pero para eso haría falta valentía institucional: la de reconocer que la violencia de género no es un conflicto privado, sino un atentado contra los derechos humanos de las mujeres.
El riesgo perpetuo: la libertad de los agresores
Lo más alarmante es que este tipo de decisiones no garantizan la no repetición. Los hombres que atacan a sus parejas o exparejas rara vez se “rehabilitan” con una condena leve.
Las estadísticas del Ministerio del Interior lo confirman: más del 30% de los agresores reinciden, y muchos lo hacen de forma más violenta.
En este caso, el hombre ya tenía antecedentes. Es decir, ya se sabía que era peligroso. Y, aun así, su exmujer seguía expuesta. No había un dispositivo de protección adecuado, ni un seguimiento efectivo.
El Estado la dejó sola. Y cuando el ataque se produjo, la maquinaria judicial actuó con su acostumbrada tibieza: reconocer el hecho, rebajar la pena, cerrar el caso.
La banalización del mal: justicia ciega, pero no neutral
La violencia machista no necesita más diagnósticos, necesita consecuencias.
Y, sin embargo, el poder judicial sigue funcionando como si se tratara de meras disputas domésticas. El problema no es la falta de leyes, sino la interpretación sesgada, patriarcal y condescendiente que las aplica.
En la práctica, se siguen considerando “atenuantes” la embriaguez, los celos o la “pérdida momentánea de control”. Se sigue justificando lo injustificable.
El aceite hirviendo no fue producto de una discusión, fue una decisión. Una ejecución planificada. Pero la justicia española, tan indulgente con los verdugos y tan exigente con las víctimas, prefiere evitar el juicio y fingir que con un pacto basta para cerrar el caso.
Los pactos de conformidad: la herida invisible del sistema
Estos pactos, que se multiplican en los juzgados de violencia sobre la mujer, son una forma de rendición institucional.
Se presentan como una solución pragmática ante la sobrecarga judicial, pero en realidad funcionan como una cadena de silencios encadenados: el agresor no habla, la víctima no es escuchada, y el Estado se ahorra el trabajo de mirar de frente la magnitud del horror.
La violencia de género, en este marco, se convierte en una cuestión estadística. Un expediente más que sumar al balance anual. Un número que maquilla la ineficacia del sistema con la ilusión de una condena rápida.
Pero cada pacto firmado sin justicia real es una grieta más en la confianza de las mujeres hacia las instituciones.
La doble condena de las víctimas
La mujer agredida con aceite hirviendo no solo ha sido quemada por su agresor. Ha sido quemada, de nuevo, por un sistema que le da la espalda.
Su cuerpo arde, pero la justicia se enfría.Mientras ella intenta reconstruirse, el Estado le dice: “ya hay sentencia, ya está resuelto”.
Y, sin embargo, no hay reparación posible cuando el mensaje que se transmite es que la violencia contra las mujeres es negociable.
La víctima tiene que seguir adelante con su vida, con las cicatrices visibles y las invisibles, mientras su agresor cumple condena solo porque ya venía con historial previo.
Ese es el retrato más crudo de una justicia que no protege, sino que administra el daño.
¿Qué debería pasar?
Debería haber penas proporcionales, sin posibilidad de acuerdos que rebajen el castigo cuando hay pruebas claras de premeditación.
Debería eliminarse la opción de conformidad en casos de violencia machista grave.
Debería haber un seguimiento post-sentencia real, y no una burocracia que deja a las mujeres abandonadas tras el fallo.
Y sobre todo, debería haber un cambio cultural dentro de la judicatura: jueces y fiscales formados en perspectiva de género, capaces de entender que no se trata de delitos comunes, sino de crímenes patriarcales.
Conclusión: el aceite hierve, la justicia no
La agresión de Zaragoza no es un hecho aislado. Es el reflejo de un sistema que sigue tratando la violencia de género como una molestia procesal.
Cada vez que se firma un pacto de conformidad con un maltratador, se firma un pacto contra las mujeres.
Cada vez que un agresor entra en prisión solo por sus antecedentes, se deja claro que las vidas de las mujeres siguen siendo moneda de cambio.
El fuego del aceite hirviendo se apagará con el tiempo.Pero el fuego de la impunidad, ese que arde en los despachos judiciales y en los pactos complacientes, seguirá consumiendo la justicia mientras el sistema prefiera el silencio a la verdad.
Porque cuando el Estado pact con los violentos, las mujeres seguimos siendo las que pagamos el precio.
											
				
			
											
				
									
	
	
	
	
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