Hay algo profundamente inquietante en los datos que comienzan a circular desde institutos, estudios sociológicos y medios como Artículo14 : crece el número de adolescentes que niegan la existencia de la violencia machista. Jóvenes que aseguran que “ya hay igualdad”, que “los hombres también sufren violencia”, o que “eso del patriarcado es cosa de feministas radicales”.

Mientras tanto, los asesinatos de mujeres no se detienen: el calendario de 2025 lleva ya decenas de nombres borrados por la violencia de género. Cada mes, una media de cinco mujeres son asesinadas por sus parejas o exparejas. Y, sin embargo, cada vez más chavales afirman que todo eso son “casos aislados”.

¿En qué momento una parte de la juventud comenzó a reproducir, sin pudor y con orgullo, los discursos que décadas de lucha feminista habían logrado arrinconar? ¿Por qué chicos de 15 o 16 años, nacidos en pleno siglo XXI, heredan la misma desconfianza hacia las mujeres que sus abuelos?

La respuesta no es simple, pero el fenómeno tiene raíces claras: una combinación tóxica de redes sociales sin filtro, desinformación institucional, discursos políticos negacionistas y un sistema educativo que llega tarde, o directamente no llega, al corazón de los jóvenes.

El caldo de cultivo: redes sociales, masculinidades frágiles y manipulación digital

No se trata de casualidad: el negacionismo machista no “surge” entre adolescentes por generación espontánea. Se cultiva. Se siembra con mensajes aparentemente inofensivos, envueltos en humor o cinismo, y se riega a diario en plataformas como TikTok, YouTube o Twitch.

Los influencers de la “masculinidad herida”, esos que aseguran que el feminismo es una forma de odio hacia los hombres, que las mujeres se aprovechan del sistema o que la “violencia no tiene género”, cuentan con millones de visualizaciones. Usan un lenguaje que los chavales entienden: memes, bromas, comparaciones rápidas, y un enemigo común: las feministas.

Lo preocupante no es solo el mensaje, sino la falta de contrapeso. Mientras el feminismo se debate entre talleres dispersos y campañas institucionales poco atractivas, el discurso antifeminista ofrece un relato simple, directo y emocional: “te están quitando lo tuyo”.

Así, los adolescentes consumen sin filtro una narrativa donde la igualdad se caricaturiza, la violencia se relativiza y el privilegio masculino se disfraza de victimismo. Y en esa distorsión, lo que se consolida es una nueva versión del machismo: más tecnológica, más cínica y más peligrosa.

La escuela: el silencio cómplice de la neutralidad

Las aulas deberían ser el espacio donde se aprendiera a identificar el machismo, no donde se oculte bajo la excusa de “no entrar en política”. Pero la realidad es otra: la educación afectivo-sexual y en igualdad sigue siendo una asignatura pendiente, cuando no directamente censurada por sectores conservadores.

Muchos docentes confiesan que evitan tratar temas de género por miedo a conflictos con las familias o por falta de formación específica. En otras palabras, el sistema educativo abandona a los jóvenes a merced del algoritmo. Mientras TikTok les enseña que “las denuncias falsas arruinan vidas”, el aula calla.

Esa neutralidad no es inocente. Es una forma de complicidad. Porque cada vez que una profesora calla ante un comentario machista “para no montar lío”, cada vez que un instituto evita trabajar el 25N para no “politizar” el centro, el silencio se convierte en el mejor aliado del negacionismo.

La escuela debe ser un espacio de confrontación con los prejuicios, no un refugio de tibieza. Educar en igualdad no es adoctrinar: es garantizar una ciudadanía libre de violencias y desigualdades.

Padres y madres: entre el cansancio y la ceguera

A menudo se culpa a los jóvenes de lo que en realidad es reflejo de los adultos. No se puede pedir a un adolescente que crea en la igualdad si en su casa ve cómo el padre descalifica a las feministas, cómo la madre carga sola con las tareas o cómo las conversaciones sobre consentimiento o control digital no existen.

Muchos progenitores prefieren creer que “esas cosas no pasan en su familia”, o que sus hijos “saben diferenciar”. Pero la realidad es que la educación machista se transmite de forma invisible, cotidiana y eficaz: cuando se le dice a un chico que “no llore”, cuando se ridiculiza a una chica por su ropa, cuando se trivializa un insulto sexista en el grupo de WhatsApp.

El hogar es el primer entorno de aprendizaje emocional. Si la igualdad no se vive ahí, difícilmente se interioriza fuera. Y el negacionismo adolescente se alimenta precisamente de esa incoherencia: de adultos que se dicen “igualitarios” pero siguen reproduciendo estereotipos de género ¿sin darse cuenta?.

La política y los medios: el discurso del retroceso

El avance del negacionismo machista adolescente no se entiende sin observar lo que ocurre en el plano político y mediático. Cuando representantes públicos niegan la existencia de la violencia de género machista, cuando los parlamentos eliminan presupuestos para la igualdad o suprimen unidades de atención especializada, el mensaje llega alto y claro: “no es tan grave”.

Los medios, por su parte, han contribuido, aunque no siempre de forma consciente, a banalizar el debate. Titulares ambiguos como “muere una mujer a manos de su pareja” o “una nueva víctima de violencia doméstica” ocultan la palabra clave: asesinato machista. Y mientras el lenguaje evita nombrar al agresor, los jóvenes aprenden que la violencia contra las mujeres es solo “una tragedia”, no un crimen estructural.

Los discursos políticos que relativizan la desigualdad tienen un impacto directo en la percepción social. Cuando se cuestiona la existencia de las víctimas, cuando se desmantelan observatorios o se retiran pancartas con el lazo violeta, los adolescentes reciben una señal de impunidad: si los adultos en el poder dudan, ¿por qué ellos no iban a hacerlo?

Las consecuencias: una juventud que normaliza la violencia

El negacionismo no es una postura ideológica neutra; es un terreno fértil para la violencia. Negar la existencia del machismo no solo borra la historia de miles de víctimas, sino que legitima comportamientos abusivos bajo la apariencia de “normalidad”.

Los datos lo confirman: cada vez son más las adolescentes que reconocen haber sufrido control, acoso digital, chantaje emocional o agresiones sexuales por parte de sus parejas. Y cada vez son más los chicos que no identifican esas conductas como violencia, sino como “celos” o “problemas de pareja”.

El resultado es devastador: relaciones cada vez más tóxicas, más controladas, más violentas. Mientras las chicas aprenden a sobrevivir al miedo, los chicos aprenden a justificarlo. Y todo ello bajo un clima social que les dice que el feminismo “exagera”.

Revertir la tendencia: propuestas concretas

No basta con indignarse ante los datos. Hay que actuar. La batalla por la conciencia juvenil se libra ahora mismo en los móviles, en las aulas y en las conversaciones de casa. Y si el feminismo quiere recuperar ese espacio, necesita adaptarse, innovar y persistir.

  1. Educación feminista integral desde la infancia

La igualdad no se enseña con un taller puntual el 8 de marzo. Debe integrarse en el currículo de forma transversal: historia, literatura, ética, biología, arte. Hablar de las mujeres científicas, de los estereotipos de género en los medios, del consentimiento y del placer, de las emociones masculinas.
Y, sobre todo, formar al profesorado. Un docente feminista no se improvisa; se forma, se acompaña y se protege frente al acoso de la ultraderecha educativa.

  1. Campañas digitales con lenguaje juvenil

El feminismo debe entrar en TikTok, en Twitch, en los videojuegos. Hay que producir contenido audiovisual con el mismo nivel de creatividad y ritmo que los influencers negacionistas, pero con datos, humor y emoción.
No se trata de “reñir”, sino de conectar. Mostrar referentes jóvenes, hablar en su idioma y desmontar los bulos con inteligencia.

  1. Familias corresponsables y formadas

Las políticas públicas deben ofrecer programas de formación parental sobre igualdad, sexualidad y redes digitales. No se puede delegar todo en la escuela: la prevención comienza en casa.

Que los padres y madres aprendan a detectar discursos misóginos, a hablar de consentimiento sin tabúes, y a acompañar sin juzgar.

  1. Medios y responsabilidad informativa

Los medios deben recuperar su papel de servicio público: usar lenguaje no sexista, visibilizar el contexto estructural de la violencia, dar voz a las expertas feministas y no ofrecer altavoz al negacionismo.
Nombrar las cosas por su nombre: no son “crímenes pasionales”, son asesinatos machistas. No son “celos”, son control coercitivo.

  1. Políticas públicas valientes

Es imprescindible blindar la educación en igualdad frente a los vaivenes políticos. La violencia machista no puede ser objeto de debate partidista.
Los gobiernos autonómicos y estatales deben destinar fondos estables a programas feministas juveniles, becas de liderazgo femenino, talleres de prevención y plataformas digitales seguras donde los y las adolescentes puedan informarse sin bulos.

Lo que está en juego: el futuro de la igualdad

Negar la violencia machista no la hace desaparecer: la legitima. Y cada vez que un adolescente repite que “ya hay igualdad”, se retrocede una década en conciencia social.

Estamos ante una generación expuesta a un bombardeo constante de mensajes reaccionarios y desinformación disfrazada de libertad de expresión. Pero no están perdidos: también hay miles de jóvenes que marchan el 8M, que defienden el consentimiento, que corrigen a sus compañeros cuando escuchan un comentario machista.

La diferencia entre unos y otros será la educación, la información y el ejemplo que demos como sociedad. Porque si los adultos se rinden, el machismo ganará otra generación.

No podemos permitirlo. Ni las que lucharon antes que nosotras ni las que vendrán después merecen un retroceso así. La igualdad no se hereda: se conquista y se defiende todos los días.

Conclusión: el espejo roto de nuestra sociedad

El negacionismo adolescente es el reflejo más cruel de un fracaso colectivo. No son ellos los culpables, sino nosotros quienes permitimos que el ruido machista sonara más alto que la pedagogía feminista.

Pero aún estamos a tiempo. A tiempo de enseñar a mirar de nuevo, de desmontar mentiras, de poner nombre a las violencias. A tiempo de recordar que la libertad, el respeto y el amor no se imponen ni se compran: se aprenden.

Porque mientras haya una sola adolescente que dude de que la violencia machista existe, toda la sociedad estará en deuda con las que ya no pueden contarlo.