“Ciego de amor.” Así lo dijo él, sin rubor, sin remordimiento, sin vergüenza.
El asesino de Teresa Rodríguez Llamazares, ex guardia civil, le asestó 153 puñaladas a una joven de 23 años en Bruselas. Tres años después del crimen, en 2025, se sienta por fin ante un tribunal. Y lo hace con un argumento que ofende la inteligencia: “Perdí el control, estaba ciego de amor”.

153 puñaladas. ¿Cuánto “amor” cabe en semejante ensañamiento? ¿Cuánta “ceguera” hace falta para viajar desde España hasta Bélgica con la intención de matar? ¿Cuántos cuchillos, cuántas heridas, cuántos minutos de horror son necesarios para que la justicia, de una vez, deje de escuchar las mismas excusas recicladas por asesinos machistas que se creen dueños de la vida de una mujer?

Tres años esperando justicia: la herida que no cierra

El crimen ocurrió en octubre de 2022. El juicio no comenzó hasta octubre de 2025.

Tres años en los que los padres de Teresa han tenido que soportar el silencio, la burocracia, las idas y venidas de una justicia lenta y desbordada. Tres años con el asesino en prisión preventiva, sí, pero sin una sentencia que reconozca oficialmente lo que ya se sabía: que la mató porque era suya, porque no soportó que no lo quisiera.

Y no, no fue un “arrebato”, ni un “momento de locura”. Fue un acto planificado, frío, premeditado y salvaje.

El asesino viajó hasta Bruselas sabiendo perfectamente lo que iba a hacer. Dos cuchillos en la mochila, el rastro de búsquedas en internet sobre cómo apuñalar sin dejar huellas, y una idea fija: si no es mía, no será de nadie.

Mientras tanto, la familia de Teresa se quedó atrapada en un laberinto judicial internacional. Sin plazos claros, sin apoyo psicológico suficiente, sin información fluida entre países.

La burocracia, en estos casos, mata dos veces: primero al permitir la violencia; después, al retrasar su castigo.

El amor no mata: el machismo sí

Pero claro, lo mediático es el titular morboso: “153 puñaladas por amor”.
La sociedad lo lee, algunos fruncen el ceño, otros cambian de pestaña. Y así seguimos, normalizando que un hombre asesine a una mujer y lo llame amor.
No. No hay amor en el control, ni en los celos, ni en la posesión. No hay amor en seguir a una expareja, en acosarla, en humillarla, en asesinarla.
Llamar “ciego de amor” a un crimen es una forma de complicidad cultural. Es el romanticismo podrido que todavía justifica el poder masculino sobre el cuerpo y la vida de las mujeres.

Lo más grave es que esa retórica cala en el sistema judicial, en los medios y en la opinión pública. Se repite la historia: “perdió el control”, “no era él mismo”, “la amaba demasiado”. ¿Demasiado? ¿Desde cuándo se mide el amor en puñaladas?

Una justicia con los ojos vendados

El juicio de Teresa ha tardado tres años en llegar, pero no es un caso aislado.
Cada año, decenas de familias de mujeres asesinadas esperan durante años que se abra el proceso judicial. Mientras tanto, viven un calvario: declaraciones repetidas, traducciones interminables, ausencia de apoyo psicológico, y una indiferencia institucional que roza la crueldad.

La justicia europea presume de garantías, pero cuando se trata de violencia machista transnacional, las víctimas y sus familias desaparecen del radar.
Nadie sabe exactamente cuántas mujeres son asesinadas cada año fuera de su país por hombres machistas. No existen bases de datos globales, ni organismos internacionales que contabilicen los feminicidios cometidos por nacionales en el extranjero.

Si una mujer muere en Bruselas, Roma o Berlín, y su familia vive en Valladolid o Zaragoza, el caso se convierte en una pesadilla burocrática, una carrera de obstáculos entre ministerios, embajadas, fiscalías y consulados.

Mientras tanto, el asesino tiene abogado, traductor, asistencia, comida caliente y atención médica.

La familia, en cambio, tiene que mendigar información y esperar años a que alguien, en otro país, firme una sentencia que diga lo evidente: que su hija fue asesinada por ser mujer.

Cegueras voluntarias y excusas recicladas

El ex guardia civil declaró que no recordaba bien los hechos. Que había bebido, que perdió la cabeza, que no era él.

Y así, con esas frases tan gastadas, se vuelve a desplegar el viejo repertorio machista de siempre:

  • La culpa fue del amor.
  • La culpa fue del alcohol.
  • La culpa fue del momento.

Nunca es de ellos.

Nunca asumen que lo que les ciega no es el amor, sino el poder. Que lo que les arrebata el control no es la pasión, sino el machismo que los educó en la idea de que una mujer es un trofeo que no se devuelve.

Cuando el Estado es cómplice por inacción

Lo más alarmante no es sólo el crimen, que ya de por sí es atroz, sino el contexto institucional que lo rodea.

En pleno 2025, seguimos sin un registro europeo de feminicidios. Los países contabilizan a las mujeres asesinadas de forma desigual, con criterios distintos, con cifras parciales.

La violencia machista internacionalizada (la que se da entre parejas de distinta nacionalidad o en contextos migratorios) queda en un limbo estadístico y jurídico.

Y sin datos, no hay políticas. Sin políticas, no hay prevención. Sin prevención, hay más muertas.

Y cuando las hay, el sistema se indigna un par de días… y vuelve a dormir.

Familias que cargan con la culpa, la espera y el olvido

Los padres de Teresa llevan tres años sin poder cerrar el duelo. Tres años en los que la justicia europea ha sido un muro frío. Tres años de impotencia, rabia y dolor.

Y no son los únicos.

En España, casos como el de Cristina Romero, asesinada en Parla con 42 puñaladas en 2022, o el de Sandra Bermejo, desaparecida y hallada muerta en 2023, muestran que la respuesta judicial es tardía, burocrática, casi mecánica.
Las familias viven una segunda victimización: tienen que demostrar lo que ya es evidente, revivir una y otra vez los hechos ante fiscales, abogados y periodistas.
Y mientras tanto, el sistema que debería protegerlas les exige serenidad, paciencia y confianza. ¿Confianza en qué? En una justicia que llega tarde. En un Estado que recorta fondos para asistencia psicológica. En unas instituciones que se sacuden la responsabilidad cuando el crimen ocurre fuera de sus fronteras.

Machismo institucional: la violencia que no se ve

El caso de Teresa Rodríguez es el retrato perfecto de un sistema ciego.
Ciego no como él decía estar, sino ciego por elección.
Porque la justicia internacional no ha querido ver la magnitud del problema. Porque los medios siguen suavizando los titulares. Porque todavía hay quien llama “pasión” al homicidio, “arrebato” al asesinato y “amor” a la dominación.
El resultado: una violencia que se repite, una sociedad anestesiada y una impunidad que se hereda.

Y que el asesino fuera guardia civil en activo en el momento del crimen no es un detalle menor.

La institución que simboliza la protección y el orden fue el origen del verdugo.
¿Se investigó su entorno? ¿Se revisaron sus antecedentes, su formación, sus posibles denuncias previas?

Silencio. El silencio de siempre. El mismo que acompaña a tantos otros casos donde los agresores pertenecen a cuerpos de seguridad, militares o funcionarios públicos.

Ahí, el corporativismo es más fuerte que la justicia.

La brutalidad que se disfraza de romanticismo

El discurso de “amor enfermizo” no es inocente. Es una coartada cultural.
Sirve para que la sociedad entienda —y en cierto modo perdone—.
Porque “pobrecillo, perdió la cabeza”. Porque “la amaba demasiado”. Porque “no soportó el abandono”.

Ese lenguaje suaviza lo insoportable y blanquea la violencia. Y así, mientras hablamos de amores ciegos, olvidamos que 153 puñaladas no son un arrebato, son una ejecución.

Una masacre en la intimidad. Una tortura. Una advertencia de lo que el machismo hace cuando no se si ente vigilado.

Lo que falta: coraje político y acción internacional

Europa no puede seguir mirando hacia otro lado. Se necesitan tratados internacionales específicos para abordar la violencia machista como lo que es: una forma de terrorismo de género.

La ONU la reconoce como una pandemia. Pero los estados siguen tratándola como asunto doméstico, cultural o individual.

Mientras tanto, las víctimas se multiplican y las familias se hunden en procesos eternos.

Es hora de exigir:

  • Plazos máximos judiciales para los juicios de feminicidio.
  • Reconocimiento internacional del feminicidio como crimen de lesa humanidad.
  • Bases de datos unificadas para registrar cada asesinato de mujer, dentro y fuera del país.
  • Asistencia psicológica y jurídica inmediata para familias de víctimas internacionales.
  • Formación obligatoria en perspectiva de género para jueces, fiscales y policías en toda la UE.

153 puñaladas y un mensaje a la sociedad

153 puñaladas. Cada una es una muestra de odio, de posesión, de supremacía.
Cada una un recordatorio de que el machismo no ha desaparecido: sólo se adapta, se disfraza, se internacionaliza.

El asesino de Teresa Rodríguez intentó justificar su barbarie diciendo que estaba “ciego de amor”.

Pero la única ceguera real es la de una sociedad que sigue creyendo que el amor puede matar.

Teresa no murió por amor. Murió porque un hombre decidió que su libertad lo humillaba. Murió porque un sistema internacional no la protegió. Murió porque la justicia llega tarde y la cultura sigue justificando la violencia.

Y mientras no llamemos las cosas por su nombre, mientras sigamos soportando titulares que blanquean el horror, seguiremos ciegos.
No de amor, sino de indiferencia.