La reciente absolución de Dani Alves por parte del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña (TSJC) es un escándalo que hiere a la víctima, a la justicia y a todas las personas que aún creen que denunciar una violación puede tener sentido en este país.

No es solo una sentencia judicial: es un manifiesto de impunidad, un recordatorio cruel de que, para los poderosos, la justicia es más una formalidad que una amenaza.

En un giro tan grotesco como predecible, el tribunal ha considerado que la versión de la víctima “no se ha podido contrastar suficientemente” y ha absuelto a un hombre que, no olvidemos, ofreció cuatro versiones distintas de lo sucedido. Cuatro. Cuatro formas de relatar una misma noche. Cuatro formas de esquivar la responsabilidad. Cuatro oportunidades para ensayar la narrativa que más le convenía.

Y, aun así, la que se considera “no contrastada” es la versión de quien sostuvo su relato desde el primer día, sin desviaciones, sin contradicciones, con el peso del trauma sobre los hombros.

Mentir sale gratis (si eres famoso)

En cualquier juicio serio, el hecho de que un acusado cambie su versión en cuatro ocasiones debería encender todas las alarmas. Debería restarle credibilidad. Debería ser motivo de profunda sospecha. Pero aquí ocurre todo lo contrario. A Alves se le ha permitido acomodar su relato como quien prueba trajes antes de una gala.

Y cuando por fin encuentra el que le queda bien, ahí está la justicia, lista para desfilar con él por la alfombra roja de la absolución.

Esta lógica es perversa: se exige a la víctima una consistencia de reloj suizo, mientras se tolera que el agresor se contradiga, se retracte, se corrija y vuelva a mentir. ¿Qué tipo de mensaje envía esto? Pues uno claro: la justicia premia al que miente bien y castiga a quien habla desde el dolor.

El desprecio a la víctima: una violencia más

Que la versión de la víctima se considere «no contrastada» es una forma de violencia institucional que merece ser nombrada. Es la traducción judicial del “no te creo”. Es ignorar el hecho de que muchas agresiones sexuales se dan en contextos sin testigos, sin cámaras, sin pruebas físicas concluyentes. Es perpetuar la idea de que el testimonio de una mujer no basta, aunque venga acompañado de detalles precisos, de un relato sostenido, de informes psicológicos que avalan su trauma.

Pero aquí no solo se desacreditó su palabra. También se ignoraron los testimonios de los testigos, personas presentes en la discoteca que vieron su estado de shock, su desorientación, su miedo. Testigos que no tenían interés alguno en el caso más allá de lo que observaron. ¿Qué más hacía falta? ¿Un video? ¿Una confesión grabada? ¿Una víctima muerta?

La justicia no es ciega: tiene prejuicios y los aplica con precisión

Cuando el tribunal desecha pruebas relevantes, desacredita testigos y prefiere aferrarse a tecnicismos, no está siendo imparcial: está tomando partido. Y en este caso, ha decidido alinearse con el poder, con el dinero, con el estatus. No olvidemos que Alves no es cualquier acusado: es un deportista de fama internacional, con recursos, con abogados de élite y con la capacidad de construir una defensa flexible, versátil y acomodaticia. La víctima, en cambio, solo tenía su voz. Y esa, al parecer, no ha sido suficiente.

Este desequilibrio de fuerzas es el corazón podrido del sistema judicial en casos de violencia sexual. Porque cuando el acusado es un hombre cualquiera, ya es difícil. Pero cuando es un ídolo, un millonario, un rostro conocido, las posibilidades de que se haga justicia se diluyen casi por completo.

El precio de hablar: salud mental, dignidad y fe en la justicia

Denunciar una violación sigue siendo una forma extrema de valentía. Y en este caso, la víctima no solo tuvo que enfrentar a su agresor, sino también al sistema que debía protegerla. Revivir los hechos, someterse a interrogatorios, ser analizada al detalle, poner su vida entera en manos ajenas. Todo con la esperanza de que su verdad se reconociera.

Pero la respuesta del sistema ha sido devastadora. La sentencia no solo la deja sin justicia, sino que la revictimiza, la deja en la intemperie emocional, en el vacío institucional. Las consecuencias psicológicas de este tipo de procesos son brutales: ansiedad, insomnio, ataques de pánico, sensación de desprotección. Y todo eso se multiplica cuando, tras un proceso tan duro, el mensaje final es: “no te creemos”.

Una justicia que enseña a callar

El daño de esta sentencia no se limita a este caso. Se extiende como una mancha sobre todas las mujeres que hoy, en este mismo momento, están dudando si denunciar una agresión. Esta absolución les grita: “No denuncies. No te van a creer. No vas a poder demostrarlo. Y él saldrá impune”.

Ese es el verdadero legado de esta decisión judicial. No es una cuestión de pruebas. Es una cuestión de cultura. De una justicia que aún se incomoda más con las mujeres que hablan que con los hombres que agreden.

Cuatro versiones, una absolución, mil heridas

Que un hombre dé cuatro versiones distintas de los hechos y aún así sea absuelto es una burla. No solo a la víctima. También al sentido común. También al principio de justicia. Esta sentencia no ha hecho más que reforzar la impunidad de los agresores, la soledad de las víctimas y la desconfianza de toda una sociedad que empieza a sospechar que la balanza de la justicia está trucada.

Alves podrá seguir con su vida. Su carrera, su imagen pública, su dinero. Pero la víctima, ¿con qué se queda? Con una herida abierta, con un proceso judicial que la trituró, y con la certeza de que, en este país, la justicia sigue sin ser para todas.