Un hombre golpea a su pareja en presencia de su hija menor. La justicia lo condena a pagar 350 euros de indemnización. No, no es una historia inventada para ilustrar la miseria de nuestro sistema judicial.
Ha ocurrido en La Línea, en el Estado español, en 2025. Y duele. Porque deja al descubierto una verdad que ya conocíamos, pero que seguimos intentando negar como sociedad: en este país, la vida de una mujer maltratada y de sus hijos e hijas no vale nada. O peor: se tarifa, se negocia, se regatea en puertas de sala.
La sentencia dictada por el juzgado de lo Penal número 5 de Algeciras es un insulto a las víctimas, a la infancia, a la justicia, y a cualquiera que tenga algo de conciencia. El agresor no solo ha reconocido haber pegado a su pareja, sino que lo hizo delante de su hija menor.
Y, como si se tratara de un trámite administrativo, se le ha impuesto una multa de 350 euros por “daños morales”. ¿En qué mundo una agresión física, cometida en presencia de una criatura, puede saldarse con el coste de una consola de videojuegos?
Pero claro, estamos en España. Un país que presume de leyes progresistas, de protocolos de protección, de pactos de Estado, de campañas institucionales con eslóganes lacrimógenos. Mientras tanto, los juzgados siguen siendo máquinas de triturar mujeres y criaturas, y de garantizar impunidad para los agresores. Porque no hablamos de un caso aislado, sino de un patrón sistemático de desprotección.
Las criaturas, siempre en la trinchera
Durante años, los hijos e hijas de mujeres víctimas de violencia de género fueron considerados simplemente como “daños colaterales”. Invisibilizados, ignorados, silenciados. No fue hasta 2015 que la Ley Orgánica 8/2015 introdujo modificaciones clave en la legislación de protección a la infancia, reconociendo por primera vez que los menores expuestos a violencia de género son víctimas directas. Una década después, ¿qué ha cambiado realmente?
Las estadísticas siguen mostrando cifras vergonzosas. Según datos del Ministerio de Igualdad, desde 2013 han sido asesinados más de 50 niños y niñas a manos de sus padres o parejas de sus madres en contextos de violencia machista. Y cientos de miles más viven sometidos al terror cotidiano: insultos, gritos, golpes, amenazas.
La exposición a esa violencia genera secuelas profundas: trastornos de ansiedad, depresión, problemas de conducta, bajo rendimiento escolar, trastornos del sueño, estrés postraumático. Y sin embargo, la justicia sigue tratando estas situaciones con una frivolidad escalofriante.
Volvamos al caso de La Línea: la niña estaba presente cuando su padre agredió a su madre. Esa presencia no fue un agravante. No se consideró violencia contra la menor. No activó ninguna alerta de protección. La indemnización, por si fuera poco, es por el daño moral a la madre. ¿Y la niña? ¿Quién repara su miedo? ¿Quién cura su trauma?
Acuerdos de conformidad: rebajas para maltratadores, traición para las víctimas
El caso se resolvió mediante un acuerdo de conformidad. Este mecanismo jurídico, cada vez más habitual, permite cerrar juicios de manera rápida si el acusado admite los hechos y acepta una pena pactada. En teoría, agiliza los procesos y evita la revictimización. En la práctica, es una forma de premiar al agresor con una condena a la carta.
La víctima, muchas veces sin una información completa ni un acompañamiento adecuado, se ve empujada a aceptar un trato que no repara, no protege, no disuade. El juicio no se celebra, no hay relato público de lo ocurrido, no hay posibilidad de desmontar la versión del agresor. Solo un trámite, un papel firmado, una nueva traición.
En contextos de violencia de género, este tipo de acuerdos deberían estar prohibidos. Porque el derecho penal no puede funcionar como una sala de regateo. Porque no hay proporcionalidad posible entre el dolor de una víctima y una sanción simbólica. Porque los mensajes que se transmiten son devastadores: que una paliza puede saldarse con unos cientos de euros, que pedir perdón ante el juez te asegura una condena reducida, que golpear a una mujer delante de tu hija no te convierte en un peligro.
La cultura de la impunidad y el castigo simbólico
La justicia patriarcal no es una consigna de pancarta: es una realidad estructural. Se manifiesta en cada archivo de denuncia, en cada sentencia irrisoria, en cada caso de custodia compartida impuesta a pesar del historial de violencia, en cada víctima que se ve obligada a compartir visitas con su agresor, en cada profesional que minimiza los hechos o responsabiliza a la mujer por “no haberse marchado antes”.
El mensaje social que se construye a través de estas resoluciones judiciales es claro: si eres un hombre y maltratas a tu pareja, no te preocupes. Con un poco de suerte, llegarás a un acuerdo, pagarás una multa ridícula, y seguirás con tu vida. Si eres una mujer, te espera un calvario judicial. Y si eres una criatura, crecerás sabiendo que tus miedos y tus lágrimas no importan.
Estamos ante una cultura de la impunidad institucionalizada. Un sistema que funciona como una trituradora de esperanzas. Que obliga a las mujeres a huir, a esconderse, a mendigar protección. Que infantiliza su sufrimiento y normaliza el horror cotidiano. Que convierte el daño en estadística y la violencia en trámite.
No son casos aislados, es el sistema
El caso de La Línea no es una excepción. Es una muestra más de un patrón estructural. En 2024, más de 32.000 mujeres denunciaron violencia de género en España. Solo una parte ínfima de los agresores fue condenada. Y entre las condenas, muchas fueron mediante acuerdos de conformidad que reducen penas, evitan la prisión y permiten a los culpables esquivar las consecuencias reales de sus actos.
Mientras tanto, las víctimas siguen pagando el precio: trastornos psicológicos, precariedad económica, pérdida de custodia, aislamiento social, miedo permanente. Y sus hijos e hijas también. Viven atrapados en hogares que deberían ser refugios y se convierten en campos de batalla. La violencia que ven, que escuchan, que sienten, les marca para siempre.
¿Cómo puede la justicia seguir tratándoles como si no existieran? ¿Cómo es posible que una sentencia como la de La Línea no escandalice a la sociedad entera?
¿Qué mensaje estamos enviando?
Cuando una mujer es golpeada delante de su hija y el agresor solo debe pagar 350 euros, el Estado está enviando un mensaje claro: no pasa nada. Cuando no se le acusa de violencia hacia la menor, cuando no se activan protocolos de protección, cuando no se contemplan medidas psicológicas de reparación, estamos diciendo: tu miedo no importa, tu sufrimiento no tiene valor.
¿Qué tipo de sociedad estamos construyendo si permitimos esto? ¿Qué nos queda si aceptamos que las criaturas crezcan en entornos violentos, sin que nadie actúe para protegerlas de verdad?
No basta con campañas institucionales. No bastan los minutos de silencio. No bastan las cifras. Necesitamos reformas judiciales profundas, formación obligatoria y feminista para todos los operadores jurídicos, prohibición explícita de acuerdos de conformidad en casos de violencia machista, y un reconocimiento real de las criaturas como víctimas directas.
La vida de las mujeres no es moneda de cambio
La violencia de género no es un tema privado, ni un problema individual. Es una cuestión estructural, política y social. Y cada vez que una sentencia como la de La Línea se firma, se está legitimando la violencia, desprotegiendo a las víctimas, y perpetuando el patriarcado.
Las mujeres no somos objetos negociables en la puerta de una sala judicial. Las criaturas no son testigos mudos ni espectadores secundarios. Son víctimas. Son personas. Y merecen una justicia que les reconozca, les repare y les proteja.
Mientras tanto, seguiremos gritando. Denunciando. Nombrando. Porque aunque el Estado siga ignorándonos, estamos vivas. Y organizadas. Y no vamos a callar.
Deja tu comentario