Vivimos en un mundo que se precia de moderno, de estar conectado, de avanzar hacia el futuro con cada nueva tecnología que aparece. Y, sin embargo, cuando se trata de cuestiones de género, muchos discursos siguen anclados en el pasado más rancio.
La desigualdad no solo se manifiesta en estadísticas o sueldos, sino que se alimenta y reproduce a través de ideas, mitos y mentiras que, aunque mil veces refutadas, siguen teniendo eco en las conversaciones de bar, en los titulares de ciertos medios y, peor aún, en los parlamentos.
A continuación, desgranamos y desmantelamos siete de los mitos más extendidos sobre el género. No solo con datos, sino con una mirada crítica, porque no basta con educar: también hay que incomodar.
MITO 1: «El género y el sexo biológico son lo mismo»
Esta confusión deliberada es la base de muchos discursos reaccionarios. El sexo biológico hace referencia a características físicas (cromosomas, genitales, hormonas), que tradicionalmente se usan para clasificar a las personas como «hombres» o «mujeres». Pero el género es otra cosa: es una construcción social, una red de expectativas, normas y roles asignados arbitrariamente según el sexo al nacer.
Negar esta distinción es ignorar siglos de evolución cultural, antropológica y científica. Es cerrar los ojos ante realidades diversas, como la existencia de personas trans, no binarias o intersex. Aceptar la pluralidad del género no es una amenaza, es un signo de civilización.
Y, sin embargo, los negacionistas del género, esos que se autodenominan «defensores del sentido común», insisten en confundir los términos. ¿Por ignorancia? Tal vez. ¿Por conveniencia política? Sin duda. Porque desmontar esta falacia es reconocer que la desigualdad no está en la biología, sino en el sistema.
MITO 2: «Las diferencias de género son naturales y biológicas»
Este mito es uno de los más peligrosos porque legitima desigualdades profundas. Si las mujeres no lideran empresas, no es porque les falte ambición, sino porque el sistema se encarga de desalentarla desde la infancia. Si los hombres no cuidan, no es porque no puedan, sino porque se les ha dicho que eso no es «de hombres».
Numerosos estudios han demostrado que las diferencias cognitivas entre sexos son mínimas y que el comportamiento humano está profundamente influido por la socialización. La psicología del desarrollo, la neurociencia y la sociología coinciden: lo que se aprende pesa más que lo que se hereda.
Afirmar que «los hombres son mejores para las matemáticas» o que «las mujeres tienen un instinto natural para cuidar» no solo es falso, sino insultante. Es una forma elegante de justificar por qué hay más hombres en puestos de poder y más mujeres en trabajos precarios y no remunerados.
MITO 3: «Las mujeres son más emocionales y los hombres más racionales»
¿En serio seguimos repitiendo esto en pleno siglo XXI? La idea de que las mujeres son víctimas de sus emociones y los hombres son máquinas racionales no resiste ni el más simple análisis científico ni ético. Lo que sí existe es una educación emocional diferenciada: a ellas se les permite llorar, a ellos se les castiga por hacerlo.
El resultado: hombres adultos incapaces de hablar de sus sentimientos, mujeres que se autocensuran para no ser tachadas de «histéricas». Esta dicotomía es funcional al patriarcado porque define quién puede liderar, quién debe cuidar, quién merece credibilidad y quién no.
En el fondo, este mito no solo refuerza la desigualdad entre géneros, sino que también daña a los propios hombres, a quienes se les niega el derecho a la vulnerabilidad y se les impone la violencia como única respuesta válida.
MITO 4: «El feminismo busca la superioridad de las mujeres sobre los hombres»
Este bulo no es nuevo, pero ha resurgido con fuerza gracias a los discursos ultraconservadores que, en su afán por desacreditar al feminismo, lo caricaturizan como una cruzada vengativa. El feminismo no odia a los hombres, odia el sistema que oprime a todas las personas por razón de género.
Luchar por la equidad no es invertir la balanza, es romperla. Es transformar una sociedad construida sobre jerarquías de poder en otra basada en derechos humanos. Y sí, esto implica incomodar a quienes siempre han estado arriba.
Decir que el feminismo discrimina a los hombres es como decir que el antirracismo discrimina a los blancos. Es una inversión perversa de la realidad, típica de quienes ven amenazado su privilegio y reaccionan con victimismo.
MITO 5: «Los hombres no pueden ser víctimas de violencia de género»
Este mito es tramposo porque parte de una verdad parcial. Claro que los hombres pueden sufrir violencia en sus relaciones, y claro que esa violencia debe ser abordada y condenada. Pero la violencia de género, por definición, es una violencia estructural que se ejerce contra las mujeres por el hecho de serlo, dentro de un sistema de dominación histórica.
El negacionismo que intenta equiparar la violencia que sufren algunos hombres con la violencia patriarcal que padecen sistemáticamente las mujeres es una maniobra de distracción. Es el «not all men» de siempre, pero con ropaje institucional.
Los datos no mienten: la gran mayoría de víctimas de violencia machista son mujeres, y la mayoría de agresores son hombres. Esto no es una guerra de sexos, es una lucha contra el poder que se ejerce de forma desigual.
MITO 6: «Si hay mujeres en el poder, ya hay igualdad de género»
Poner a unas cuantas mujeres en cargos altos no es igualdad, es maquillaje institucional. Que haya ministras, juezas o empresarias no significa que el sistema sea justo, sino que algunas han logrado escalar a pesar de él.
La igualdad real se mide en términos colectivos, no individuales. Se mide en brecha salarial, en tasas de desempleo, en acceso a la vivienda, en tiempos de cuidado, en cifras de feminicidios. Y en todas estas áreas, las mujeres seguimos perdiendo.
Además, muchas veces esas mujeres en el poder han tenido que adaptarse a un modelo masculino para sobrevivir, reproduciendo los mismos patrones que deberían cuestionar. El techo de cristal existe, pero también el suelo pegajoso que impide a muchas siquiera despegar.
MITO 7: «El lenguaje inclusivo es innecesario y deforma el idioma»
¡Ah, el bendito idioma! Qué curioso que a muchos no les moleste hablar de tuitear, whatsappear o spoilear, pero se rasguen las vestiduras si alguien dice niñes o todes. El lenguaje cambia, evoluciona, y si algo revela el rechazo al lenguaje inclusivo es una resistencia profunda al cambio social. El lenguaje es una herramienta poderosa que refleja, moldea y construye la realidad. Invisibilizar a las mujeres y a las personas no binarias en el habla cotidiana es una forma de excluirlas del imaginario colectivo. El masculino genérico no es neutro, es masculino. Y eso importa.
Adoptar un lenguaje más inclusivo no es una imposición totalitaria, es un ejercicio de justicia simbólica. No obliga a nadie a hablar de una forma concreta, pero abre el abanico de posibilidades para quienes nunca se sintieron nombradas. La lengua evoluciona con la sociedad, y adoptar un lenguaje más inclusivo es una forma de avanzar hacia la igualdad.
¿Por qué siguen vivos estos mitos?
Porque son funcionales. Porque sostienen privilegios. Porque forman parte del sentido común hegemónico que el patriarcado necesita para reproducirse. Y porque desmontarlos implica revisar nuestras propias creencias, nuestros hábitos, nuestras formas de amar, de criar, de vivir.
Los mitos sobre el género no son inocuos. Son herramientas de control. Son excusas para no cambiar. Son mecanismos de defensa ante un mundo que exige justicia. Y por eso incomoda tanto hablar de ellos.
Educación y pensamiento crítico: las armas más temidas
La única forma de erradicar estos mitos es a través de la educación feminista, crítica, inclusiva y con perspectiva de derechos humanos. Pero esto no es tarea solo de las escuelas. Es una responsabilidad colectiva que implica revisar cómo hablamos, cómo criamos, cómo legislamos, cómo trabajamos y cómo amamos.
Quienes se oponen a esta transformación suelen hacerlo desde el miedo: miedo a perder privilegios, miedo a lo desconocido, miedo a una sociedad que ya no les garantice el poder por defecto. Pero ese miedo no puede condicionar nuestro avance.
Que la verdad incomode, pero no calle
Desmontar mitos es una tarea ingrata. Siempre habrá quien se ofenda, quien acuse de exageración, quien se enroque en su ignorancia voluntaria. Pero también hay quienes escuchan, quienes cambian, quienes se suman.
La igualdad de género no es una utopía ni un capricho ideológico. Es una exigencia ética, política y social. Y si hay que ser mordaces, sarcásticas o incómodas para lograrla, lo seremos. Porque lo que está en juego no es solo el lenguaje, ni los puestos de poder, ni las cuotas. Lo que está en juego es la vida misma. Y no vamos a retroceder.
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