El nombre suena imponente: Observatorio contra la Violencia de Género. Una institución que debería ser el cerebro colectivo de este país en materia de prevención, atención y erradicación de la violencia machista.
Su sola existencia da la sensación de que alguien vigila, de que alguien escucha, de que alguien pone orden en medio del caos institucional que tantas veces sufrimos.
Pero basta con rascar un poco la superficie para que la pregunta emerja, incómoda, inevitable: ¿y dónde estamos las víctimas?
Porque sí, se convoca a magistrados, a fiscales, a expertos con títulos académicos kilométricos, a responsables de ministerios, a representantes de cuerpos policiales, a otras asociaciones no de víctimas. Pero las mujeres que hemos pasado por la violencia, las que conocemos en carne propia el frío de la comisaría, la burocracia interminable, la soledad de las casas de acogida y el miedo que no se apaga nunca… ésas no tenemos ni silla ni voz.
Cuando se decide sin nosotras
Que quede claro: sin víctimas en la mesa, cualquier política pública nace coja. Se puede adornar con estadísticas, con discursos grandilocuentes o con balances de legislatura, pero sin nosotras no hay realidad, solo teoría.
Y, sin embargo, seguimos fuera. Cuando estamos, se nos usa de forma testimonial, casi decorativa. Como si bastara con nuestra presencia simbólica para legitimar un órgano que, en la práctica, funciona a espaldas de nuestras vidas.
¿De qué sirve que una presidenta del Observatorio se sorprenda, un año después, del mal aspecto de unas pulseras telemáticas que iban a “revolucionar” la protección de las víctimas? ¿En serio hay que esperar a que lleguen los dispositivos para darse cuenta de que son mucho peores que los anteriores? ¿No hubiera sido más sencillo preguntar a las mujeres que los llevaríamos, a las asociaciones que trabajamos a diario con víctimas, a quienes sabemos lo que significa vivir bajo la amenaza constante?
Pulseras que protegen… en teoría
La historia es casi caricaturesca. En la primavera de 2024 entraron en funcionamiento las nuevas pulseras telemáticas. La presidenta del Observatorio, Ángeles Carmona, declaró que se sorprendió de su sencillez, de su fragilidad, de su aspecto “mucho peor” que el de los dispositivos que habían funcionado los diez años previos.
¿De verdad hacía falta que Carmona lo viera “a ojos vista” para reconocer el error? ¿No se supone que un Observatorio debe prever, supervisar, analizar antes de que la vida de las mujeres esté en riesgo?
Mientras las instituciones se sorprenden, las víctimas seguimos rezando para que esos aparatos, a veces inútiles, a veces defectuosos, no fallen cuando nuestro agresor se acerque. Porque si fallan, la consecuencia no es una nota al pie en un informe: es nuestra vida.
Chanchullos y despachos
La pregunta es incómoda, pero hay que hacerla: ¿qué chanchullos hay para que las víctimas reales no podamos estar en esos espacios?
Lo vemos cada día. Se decide en despachos, en mesas técnicas, en órganos donde se acumulan juristas, politólogos, filósofos y burócratas. No cuestionamos que tengan conocimientos valiosos. Pero esos conocimientos, sin la experiencia de quien ha sobrevivido, se convierten en teoría hueca.
La licitación de las nuevas pulseras salió del equipo de Irene Montero, a través de la entonces secretaria de Estado Ángela Rodríguez “Pam”. Ella firmó el contrato. Después, ya con Ana Redondo en el cargo, se gestionó la desastrosa migración: pulseras defectuosas, falta de coordinación, denuncias de Fiscalía y del Consejo General del Poder Judicial.
Una cadena de decisiones técnicas y políticas, todas tomadas sin que las víctimas –ni individual ni colectivamente– tuviéramos voz real. Y el resultado, como siempre, lo pagamos nosotras.
Observatorios de cristal
El Observatorio contra la Violencia de Género se nos presenta como un órgano de referencia. Pero, ¿referencia para quién? Para los ministerios, para los jueces, para las instituciones que se alimentan de informes, gráficos y balances.
Para las víctimas, en cambio, es un observatorio de cristal: lo miramos desde fuera, sabiendo que ahí dentro se habla de nosotras, pero nunca con nosotras. Somos el objeto de estudio, no el sujeto de derechos.
Y lo más grave es que esa exclusión no es un descuido. Es una estrategia. Porque si las víctimas estuviéramos dentro, levantaríamos la voz contra los fallos del sistema, contra las negligencias, contra la falta de recursos, contra la impunidad. Seríamos incómodas. Y lo incómodo, en política, se evita.
La importancia de la voz de las víctimas
No nos engañemos: ninguna política pública en violencia de género funcionará de verdad mientras la voz de las víctimas sea marginal.
Las asociaciones de mujeres supervivientes no pedimos favores. Exigimos lo que es justo: estar en las mesas de decisión, ser parte de los órganos de control, participar en la evaluación de las medidas. Porque solo así se garantiza que las políticas se diseñen con los pies en la tierra, y no desde el cómodo sillón de un despacho ministerial.
Y aquí hay que hacer una precisión: no hablamos de “las de siempre”, esas grandes entidades que monopolizan la representación, que aparecen en todos los foros y congresos, y que muchas veces terminan hablando más desde la distancia de la teoría que desde la experiencia de la calle.
Las que necesitamos estar presentes somos las asociaciones pequeñas, las que trabajamos cuerpo a cuerpo con las mujeres en los barrios, en los pueblos, en los juzgados, en las casas de acogida. Las que acompañamos cada día a víctimas que ni siquiera saben lo que es un Observatorio, pero que dependen de que ese Observatorio funcione de verdad.
De nada sirve que la presidenta del Observatorio se sorprenda tarde, o que los gobiernos se pasen la pelota entre unas y otras ministras. Lo que necesitamos son políticas preventivas, eficaces y reales, construidas con quienes hemos vivido en primera persona el terror del maltrato.
Una exigencia mínima
Preguntémonos: ¿por qué resulta tan difícil que se nos dé voz? ¿Por qué se nos relega al testimonio aislado, cuando representamos a miles de mujeres que siguen sufriendo?
Quizás la respuesta es demasiado clara: porque si hablamos, se caen las máscaras. Se caen los discursos vacíos, las promesas incumplidas, las licitaciones a la baja que ponen en riesgo vidas, las inauguraciones de servicios que nunca llegan a funcionar.
Las víctimas sabemos distinguir entre propaganda y protección. Y tal vez por eso prefieren mantenernos al margen.
Un observatorio sin víctimas es una farsa
El Observatorio contra la Violencia de Género debería ser un espacio de vigilancia real, de análisis crítico, de construcción conjunta de soluciones. Pero mientras siga sin nosotras, seguirá siendo un escaparate institucional más.
Las pulseras defectuosas, la migración mal planificada, los contratos diseñados en despachos sin perspectiva real… todo eso no es casualidad. Es la consecuencia directa de excluir a las víctimas de la toma de decisiones.
Porque un Observatorio sin víctimas es como un hospital sin pacientes: un edificio lleno de profesionales que hablan entre sí, pero vacío de sentido.
La exigencia es clara: queremos estar dentro. No como figurantes, no como testimonios aislados, sino como actoras con poder real de decisión. Porque somos nosotras las que ponemos el cuerpo, las que sufrimos las consecuencias de cada error, las que sabemos de qué hablamos.
Hasta entonces, todo observatorio será, a fin de cuentas, un ejercicio de autoengaño.
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