«¿Dónde coño estabas? ¿eh? ¡Ven aquí!». El hombre se dirige hacia América agitando los brazos, amenazándola, insultándola. Va a agredirla. Pero ella no huye y le da un primer aviso: «¡Vete!», grita. Él no se arredra, y sigue aproximándose, vociferando aún más. «¡He dicho que te vayas!», insiste. Segundo y último aviso. Cuando está a apenas un metro, América tira del arnés de Vero, su perro presa canario que hasta ese momento permanecía a sus pies, calmado. El gesto activa al animal, que se abalanza sobre el agresor, golpeándole con el hocico metido en un bozal. A él le inmoviliza. A ella, le salva la vida.
Ahora podría huir, llamar a la policía, o activar la señal del GPS telemático para alertar de que su expareja, condenado por violencia de género, ha quebrantado la orden de alejamiento. Pero es un simulacro. El hombre es en realidad un figurante, que recrea una ficción muy real, vivida por la propia América: «Le pusieron una pulsera de localización, yo tuve un escolta y dos órdenes de protección. Pero se acabaron y vino a por mí y volvió a maltratarme. Se avisó, pero la policía no llegó a tiempo», recuerda. Cree que el sistema de protección judicial, policial y social le falló y buscó una alternativa. Ella es una de las veinte mujeres víctimas de violencia de género que tienen en España perros adiestrados por la Fundación Mariscal.
El perro trabaja en ese tiempo crítico antes de que llegue la policía
Gema es una de las usuarias avanzadas, a la que el adiestrador utiliza como ejemplo para que el resto aprenda cómo actuar si se produce una situación de peligro. Lleva dos años y medio con Kala, su protector. Empezó a barajar la opción cuando los vecinos le avisaron que su expareja, condenado por agredirla, rondaba las cercanías de su domicilio con total impunidad durante un permiso. Se convenció de hacerlo cuando él rompió la orden y Gema acabó encerrada en casa cuatro días, sin poder ir a trabajar, con pánico a salir a la calle e incluso al balcón. «Ahora mismo está en la cárcel por esa infracción, pero cuando salga, se que va a venir a por mi. La otra vez me rompió el tímpano y la nariz, cuando salga será peor. Kala y yo nos preparamos para ello», dice. Cree que los protocolos de defensa y protección actuales son insuficientes.
Perros de protección, no perros escolta
El proyecto comenzó con una llamada telefónica hace siete años. Una mujer se puso en contacto con Ángel Mariscal, pidiéndole que adiestrara a su perro para que la protegiera de su maltratador. En principio, se negó. Aquello no tenía nada que ver con lo que hacían en su empresa, Security Dogs, adiestrando a canes para seguridad privada y otros eventos. Pero querían ayudarla. «Empezamos a trabajar en otra dirección, sin entrenar al perro el instinto de caza, ni en el de defensa, ni el de seguridad. Nos dimos cuenta de que todos tienen un instinto muy arraigado, el instinto de protección. Llevaba 25 años adiestrando y ni siquiera me había dado cuenta de que existía» reconoce.
Al perro no se le entrena el instinto de caza ni de defensa, sino de protección
Por eso estos animales no son «perros escolta», ni «perros de seguridad». Son perros de protección, o Pepos, como les bautizaron ellos. Se les entrena para que su sola presencia disuada a los maltratadores, y protejan a las víctimas en caso de que los hombres no respondan a los avisos, repeliendo la agresión. «Estos perros no muerden, ni van a matar. No son agresivos, necesitamos perros supersociales que sean capaces de convivir con niños, y ser completamente normales hasta el momento en el que la mujer coge el catalizador de la protección», subraya Mariscal. Se refiere al arnés y a un comando de voz que cada una escoge, y al que el perro reacciona instantáneamente.
Es un trabajo largo y concienzudo, tanto para la mujer como para el animal. «Creemos que es un error darle un perro de protección a una mujer sin que tenga la formación adecuada», defiende. Cuando solicitan el programa, los psicólogos de la fundación especializados en violencia de género, valoran cada caso y su peligrosidad. «Es importante que lleguen con una orden de alejamiento, pero se estudian también los casos en los que no la hay, porque muchas no se atreven a denunciar», apostilla Ángel. Después, un etólogo visita el domicilio de la solicitante, para verificar el entorno en el que vivirá el animal. Si todo es favorable, la mujer inicia el programa formativo que comienza con un curso de 20 horas, el mismo que por ley deben realizar los vigilantes de seguridad y que se imparte en un centro habilitado por la Dirección General de la Policía. Continúan con otro de otras 150 horas que las capacita para ser adiestradoras, donde el equipo escogerá qué perro se adecua más a cada una, con cuál podrán construir un vínculo en función de su personalidad. El animal se les dona gratuitamente, al igual que el resto de la formación.
El proceso cuesta 8.000 euros por cada perro, que costea íntegramente la Fundación. No reciben ningún tipo de ayudas públicas y subvencionan el programa con los beneficios de la empresa de seguridad. «En cuanto no hay pérdidas, montamos los cursos», aclara Ángel. Psicólogos, formadores y adiestradores trabajan altruistamente para garantizar la eficacia y seguridad del proyecto, pionero en trabajar el instinto de protección. «Las instituciones como la Comunidad de Madrid nos apoyan y nos derivan muchas mujeres desde los programas de atención a las víctimas, pero aún es un campo muy desconocido en todos los países del mundo», explica Ángel, a quien han contactado desde el gobierno de México para implantar el programa allí. De momento, aquí, están desbordados. Tienen más de 16 peticiones en lista de espera de mujeres de toda España, pero aseguran que atenderán a todas, priorizando los casos más graves.
Las víctimas reciben la formación y el perro gratuitamente
«Aunque esto empezó como un programa de protección, en seguida nos empezamos a dar cuenta de que es alucinante la cantidad de beneficios que aporta el perro, más allá de repeler las agresiones. También para la subida de autoestima, el empoderamiento, el recuperar la vida, el obligarlas a salir a la calle, el relacionarse con otras personas…» defiende Mariscal. Y no solo él. La eficacia del programa está avalada por psicólogos y psiquiatras: «El jefe de psiquiatría del Doce de Octubre, que es miembro asesor de la fundación, dice que en 7 días con estos perros no lo consigue él en 7 años de terapias de recuperación», añade. América acudió a terapias de grupo para víctimas de violencia de género, pero no le fueron útiles: «No podía sentarme en un círculo con 10 personas oyendo todas las burradas que las habían hecho, y que quisieran saber todas las burradas que me habían hecho a mi. No podía, me superaba. Me cerraba más en mi misma viendo todos los casos que hay, pensando en cómo podía encontrar a alguien otra vez, como me iba a fiar de nadie nunca más», recuerda.
Domesticar el miedo
M. inició el programa hace poco más de dos meses, y acude al entrenamiento acompañada de su hija, que juega con el perro en el césped del campo. ¿No es impactante para ella ver cómo se simulan las agresiones, ver a un maltratador ficticio increpando a su madre? «Mi expareja me pegó durante años, era policía y lo hizo delante de ellos. Todo lo que puedan ver no es ni la mitad de lo que ya han visto», responde. En cierto modo se siente afortunada, porque su perro puede estar con ella 24 horas, incluso en su puesto laboral. Gema, también. «No voy a ninguna parte sin él. Si no puede ir, yo tampoco». En su trabajo le han instalado una jaula junto a la garita del vigilante para que el animal permanezca allí durante su jornada. «Puedo ir y venir tranquila sin que tema que va a estar esperándome a la salida», asegura.
Pero no es así en todos los casos, y otras muchas mujeres afrontan dificultades para compatibilizar la protección de sus perros con una vida normal. «Lo que reclamamos es que se legisle, porque ahora no hay nada estipulado. El poder ir al médico, coger un tren o un autobús con ellos, que lo igualen a un perro guía. Porque para mi él es mi guía. En el juicio que tuvimos por la última agresión, yo tuve que sentarme casi frente a frente a mi agresor, imagínate cómo te enfrentas a eso aunque allí haya también fuerzas de seguridad. Los jueces deberían dejar que acudiéramos a declarar con nuestros perros, porque el perro te quita parte del miedo», explica América.
Erradicarlo del todo es imposible. Al perro le adiestran, y al miedo, lo domestican. «Mi agresor se pasea libremente, porque el tiempo pasa y las órdenes de alejamiento se acaban. Es un ciudadano libre que sabe dónde trabajo, dónde está el colegio de mi hija… Y yo me siento segura si Vero está conmigo. Lo entreno con la mentalidad de que no lo voy a tener que activar nunca, pero si ocurre, él me protegerá», aventura América. Vive en una ciudad pequeña, y se cruza con su expareja con frecuencia. Prefiere acelerar el paso y cambiarse de acera.
Después del infierno, Gema cree que jamás recuperará del todo la confianza en el ser humano. «De él, sí me fío», dice, acariciando Kala. Pero también lo hace en Ángel Mariscal: «Encontrarle fue como encontrar un ángel, me proporcionó una herramienta para poder volver a salir a la calle, para estar preparada cuando él salga de cárcel, que va a salir embalado». Suena duro, pero prefiere que lo haga. «Si no lo hace hoy, vendrá a por mí mañana. Así que prefiero que sea hoy. Tengo una absoluta fe en Kala, así que: que venga. Ya no me va a encontrar como una mujer que no sabía defenderse». Dice que ha aprendido a vivir con el miedo, aferrándose a la correa de Kala.
La voz de América se rompe cuándo trata de condensar todo lo que simboliza Vero. Son perros de protección pero no solo protegen: cuidan, curan, enseñan y sobre todo, liberan. Señala su brazo, donde una huella del perro decora su piel: «Entraste en mi vida para que volviera a ser libre», reza el tatuaje.
Fuente: El País
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