Cuando hablamos de violencia machista, hay un punto de inflexión legal y emocional que marca la diferencia entre la vida y la muerte: la orden de protección. Esta medida judicial, solicitada con miedo y desesperación por mujeres que ya han sufrido el infierno de la violencia, debería ser un escudo.

Un límite sagrado. Una advertencia clara para el agresor. Pero en la práctica, en demasiadas ocasiones, no es más que un papel que se arruga, se ignora y se pisotea. Y el sistema lo permite.

Cada vez que un maltratador quebranta una orden de protección está cometiendo un delito. No una travesura. No un malentendido. No un gesto romántico de «te sigo amando» como algunos discursos todavía se atreven a justificar. Es una agresión directa a la seguridad de una mujer. Es la antesala del feminicidio.

La impunidad mata

España ha vivido casos escalofriantes donde los feminicidios han venido precedidos de varios quebrantamientos de órdenes de alejamiento. No uno. No dos. Hasta una docena. Y no pasa nada. El agresor comparece, pide perdón, dice que estaba arrepentido, o que solo quería verla. El juez se lo cree. Y la víctima acaba muerta. Esto no es un fallo puntual del sistema. Es una negligencia estructural.

La impunidad frente al quebrantamiento de órdenes de protección es un agujero negro en la lucha contra la violencia de género. Envía un mensaje claro: la justicia no te va a proteger. Puedes denunciar. Puedes irte. Puedes pedir ayuda. Pero si él decide seguirte, llamarte, aparecer en tu trabajo, entrar en tu casa, violar el perímetro que un juez estableció… no te lo garantiza nadie. Y si eso no es terrorismo machista, ¿qué es?

La lógica perversa del perdón institucional

A menudo se culpa a las víctimas por retirar denuncias o perdonar. Pero lo que no se señala con suficiente fuerza es que el propio sistema judicial ofrece ese perdón en nombre de las mujeres. Cada vez que un juez deja en libertad a un agresor que ha quebrantado una orden de protección, está lanzando el siguiente mensaje: «Tu vida no importa tanto como su libertad».

No podemos permitir que el principio de proporcionalidad se convierta en complicidad. Si una orden judicial se incumple, la única respuesta posible es la privación de libertad. No puede haber segundas oportunidades. Porque cada vez que se ofrece una, hay una mujer que no tendrá otra. Al primer quebrantamiento: prisión.

Denunciar cada quebrantamiento: un acto de autodefensa colectiva

Muchas mujeres no denuncian los quebrantamientos. No porque no les importen, sino porque sienten que no servirá de nada. Porque están agotadas. Porque temen represalias. Porque el sistema no las acompaña. Porque han perdido la fe. Y tienen razón. Pero aquí entra la urgencia política y social de cambiar ese paradigma.

Denunciar cada quebrantamiento es una forma de dejar constancia, de hacer ruido, de dejar rastro. Es una forma de decir «yo no me rindo». Pero no basta con pedirle esa fuerza a las mujeres. El Estado tiene que garantizar que esa denuncia será escuchada, atendida y castigada. Cada quebrantamiento tiene que activar una alarma, no un bostezo administrativo.

¿Qué estamos esperando? ¿Un nuevo asesinato para actuar?

Cuando un agresor incumple una orden de alejamiento está demostrando que no reconoce la autoridad judicial, que no respeta la ley, que no le importa la vida de su víctima. ¿De verdad vamos a esperar a que cometa un crimen más grave para encerrarlo? ¿Cuál es el umbral aceptable de violencia antes de considerar que una mujer merece ser protegida de verdad?

Es urgente legislar y aplicar políticas de tolerancia cero. El quebrantamiento de una orden de protección debe ser penado con prisión inmediata, sin atenuantes ni excusas. No importa si «solo pasó por la calle», si «quería ver a los niños», si «mandó un mensaje». La orden es clara: no acercarse, no contactar, no intervenir. Punto.

¿Dónde están los medios de control real?

Es escandaloso que en 2025 sigamos confiando en que una orden de protección sin dispositivos electrónicos de control sea efectiva. Las pulseras telemáticas no son una opción, son una necesidad. Los agresores deben ser controlados activamente, no con la esperanza pasiva de que se comporten bien. No se trata de criminalizar preventivamente: se trata de proteger a quien ya ha sido víctima.

Existen herramientas tecnológicas, inteligencia artificial, geolocalización y protocolos de seguimiento que podrían activarse de forma automática ante cualquier intento de quebrantar una orden. Pero no se aplican con la contundencia necesaria. ¿Por qué? ¿Cuánto cuesta una vida para que no sea rentable prevenir su pérdida?

El machismo institucional es corresponsable

Cada vez que un juez minimiza el quebrantamiento de una orden de alejamiento, está reforzando el poder del agresor. Cada vez que un fiscal no solicita prisión preventiva ante el incumplimiento, está mandando un mensaje de desprotección. Cada vez que un cuerpo policial no actúa ante la alerta de una mujer, está fallando en su deber. El machismo institucional mata. No con sus propias manos, pero sí con su negligencia, su ceguera y su pereza.

No basta con tener leyes. Hay que aplicarlas con la contundencia que exige la emergencia social que vivimos. Hay que formar a operadores judiciales en violencia de género, pero también hay que exigir responsabilidades cuando no actúan. La impunidad judicial no puede ser el premio para quien no protege.

Al primer quebrantamiento, prisión: por justicia, por prevención, por respeto

La prisión no es una venganza. Es una herramienta de protección. Un mensaje claro al agresor y a toda la sociedad. Un acto de justicia preventiva. El primer quebrantamiento debe ser el último. Si dejamos pasar el primero, estamos abriendo la puerta al segundo, al tercero, al último.

Hay que romper la narrativa de la reincidencia como algo inevitable. El agresor que incumple una orden de alejamiento está dando un paso más en su escalada de violencia. No hay maltratadores torpes, despistados o románticos. Hay agresores que saben que no pasa nada. Y eso tiene que acabarse ya.

Ni un quebrantamiento sin respuesta. Ni una mujer sin protección.

El cambio no es sólo legal. Es cultural. Es político. Es institucional. Y es urgente. Las órdenes de protección tienen que ser sagradas. Intocables. Inquebrantables. Porque detrás de cada una hay una vida que ha sufrido demasiado, que ha luchado por salir, que necesita confiar en algo, en alguien, en el sistema.

No podemos fallarles más. No podemos permitir que cada quebrantamiento sea un ensayo del feminicidio. No podemos seguir escribiendo nombres en listas negras después de decir que estaban «protegidas». No estaban. Y lo sabíamos.

¿Qué podemos hacer?

  • Reformar el Código Penal para tipificar el quebrantamiento como delito con prisión obligatoria al primer incumplimiento.
  • Dotar de medios a los juzgados especializados para seguimiento efectivo.
  • Generalizar el uso de pulseras telemáticas.
  • Activar equipos de respuesta inmediata ante denuncias de quebrantamiento.
  • Exigir responsabilidades penales y disciplinarias a jueces, juezas y fiscales que no protejan adecuadamente.
  • Garantizar protección integral a la víctima: psicológica, económica, habitacional y jurídica.

La vida de una mujer no es negociable

Si de verdad queremos erradicar la violencia machista, tenemos que dejar de ser tibios. Dejar de mirar para otro lado. Dejar de perdonar lo imperdonable. Quebrantar una orden de alejamiento es cruzar una línea roja. Y quien la cruza, debe pagar con la única moneda que frena a los violentos: la cárcel.

Ni un quebrantamiento sin denuncia. Ni una denuncia sin respuesta. Ni un agresor sin castigo. Porque solo así, con firmeza, con justicia y con compromiso, podremos garantizar lo más básico: el derecho de las mujeres a vivir sin miedo