Un policía local de Ceuta condenado a más de 35 años de prisión por asesinar a su esposa.  Pero si algo ha despertado verdadera indignación social es la actitud de la familia del asesino, empeñada en construir un relato alternativo que revictimiza y humilla a la hija sobreviviente.

En un ejercicio de negación violenta, la hermana del acusado llegó a declarar en el juicio que estaba “cada vez más convencida” de que fue la propia hija quien mató a su madre durante un forcejeo. No sólo eso: insinuó que lo habría hecho “consciente” para lograr su “libertad”, aludiendo a una supuesta actitud despreocupada tras el crimen.

Esto no solo es una aberración moral, es una forma activa de violencia institucional y psicológica. ¿Cómo se puede afirmar algo así de una menor, sin pruebas, sin haber interpuesto denuncia alguna, sin haber solicitado jamás su custodia, sin haber asumido responsabilidad afectiva o legal alguna?

Esta declaración no debería haber sido permitida sin consecuencias legales. No se puede criminalizar a una menor huérfana de madre y víctima de su propio padre con total impunidad. No todo vale para salvar al hermano asesino.

No todo se puede justificar en nombre de la sangre compartida. Si un hombre es capaz de matar, su entorno también debe responder por el encubrimiento, la manipulación y la difamación de las víctimas.

Peor aún fue la actitud de la madre del condenado, una mujer octogenaria, que negó categóricamente la existencia de violencia de género, describió la relación entre su hijo y su nuera como “idílica” y afirmó que los problemas mentales comenzaron con su ingreso en el cuerpo de policía. De nuevo, la culpa no es del agresor: es de su entorno, de su trabajo, de su salud, de cualquier excusa que oculte el hecho central: su hijo asesinó a su esposa con plena consciencia.

Crímenes conscientes, no pasionales

Hay que repetirlo una y mil veces: los asesinos machistas saben lo que hacen. No están “fuera de sí”. No sufren “arrebatos emocionales”. La inmensa mayoría planifican el crimen, eligen el momento, seleccionan el arma y actúan sabiendo que probablemente acabarán en prisión, pero creen que valdrá la pena. Porque piensan que la víctima se lo “merece”. Porque creen que es suyo el derecho a decidir sobre su vida, su cuerpo y su muerte.

El relato del “crimen pasional” es una construcción profundamente machista que busca humanizar al asesino y deshumanizar a la víctima. El mismo relato que se esconde detrás de los eufemismos: “ella lo engañaba”, “tenía una amante”, “quería separarse”, “le iba a quitar los hijos”. Como si algo de eso pudiera justificar un crimen.

No, no mató por amor. Mató por control, por odio, por misoginia. Y el Estado no puede seguir permitiendo que estos relatos tengan cabida en los tribunales, en los medios ni en las casas de los asesinos.

Ceuta también es responsable

En un giro inédito, la Ciudad Autónoma de Ceuta ha sido condenada como responsable civil subsidiaria por su papel en el asesinato. Una sentencia que debería sentar precedentes en todo el Estado español. Porque Alonso G. no era un ciudadano cualquiera: era agente de policía local en activo, con antecedentes de inestabilidad mental, retirada de arma en 2001 y 2007, y reincorporación sin supervisión adecuada.

Fue el propio sistema el que le devolvió el arma y lo dejó patrullar las calles, armado, protegido y legitimado.

Se trataba de un hombre en evaluación psiquiátrica, con signos previos de conducta irregular, y aún así fue readmitido sin protocolos de seguimiento, sin control emocional, sin una valoración real de riesgos. La responsabilidad institucional aquí es enorme. El Estado, a través de sus administraciones, protegió más al agente que a su esposa. Le devolvió el arma, le dio una placa, un uniforme, una autoridad que luego usó para matar.

Esta condena a Ceuta debería ser un punto de inflexión. El control de armas, la evaluación de salud mental, y la revisión periódica del personal armado deben ser obligaciones legales, no recomendaciones éticas. Cuando el sistema no actúa, el feminicidio se convierte también en crimen institucional.

Justicia patriarcal, sociedad cómplice

Este crimen, uno más de la larga lista de feminicidios en el Estado español, nos deja un reguero de verdades incómodas:

  • La justicia sigue sin aplicar la prisión permanente revisable en asesinatos machistas, pese a que la ley lo permite.
  • La patria potestad no se retira definitivamente, enviando un mensaje claro de que los derechos del asesino pueden restituirse.
  • La familia del asesino puede mentir, difamar y revictimizar sin consecuencias penales.
  • El Estado sigue manteniendo agentes armados con antecedentes mentales sin supervisión adecuada.

¿Hasta cuándo?

¿Qué pasaría si la hija de la víctima no hubiera sido tan firme en su testimonio? ¿Si se hubiera derrumbado? ¿Si la maquinaria del desprestigio hubiera funcionado? Lo hemos visto antes. Demasiadas veces.

Basta de mirar a otro lado

Este crimen no es un caso aislado, es el reflejo de una estructura fallida. La violencia machista no es una suma de casos individuales, sino un sistema de impunidad donde el agresor siempre encuentra algún respaldo: en su familia, en su entorno, en los medios o incluso en las propias instituciones.

Basta.

Necesitamos una reforma legal profunda:

  • Prisión permanente revisable automática para todos los feminicidios cometidos con premeditación y presencia de menores.
  • Retirada definitiva de patria potestad a los agresores.
  • Responsabilidad penal y civil para quienes encubren, mienten y culpan a las víctimas.
  • Control real sobre armas y salud mental en cuerpos policiales.
  • Reparación psicosocial integral para hijos e hijas huérfanos por violencia machista.

Por cada mujer asesinada, una sociedad que calla

Este crimen en Ceuta ha dejado una mujer asesinada, unos hijos traumatizados de por vida, y un asesino con derechos que aún se contemplan y protegen. Pero también ha dejado una sociedad cuestionada, una justicia timorata y unas instituciones que no están a la altura.

No podemos seguir permitiendo que las familias de los asesinos acusen a las víctimas. No podemos tolerar que agentes armados con desequilibrios mentales sigan patrullando nuestras calles. No podemos seguir aplicando la ley con una doble vara de medir según el género del agresor.

Porque la violencia machista no es inevitable: es consecuencia de decisiones políticas, judiciales, sociales y culturales.

Y por cada decisión mal tomada, por cada silencio, por cada omisión, alguien paga con su vida.