En pleno siglo XXI, cuando la paridad en las listas electorales y los discursos a favor de la igualdad de género son ya parte del paisaje institucional, muchas mujeres que participan activamente en la política siguen siendo víctimas de una violencia silenciosa, persistente y profundamente arraigada: la violencia machista.
Bajo la impunidad del anonimato, no se trata solo de ataques personales, insultos o descalificaciones. Es una estrategia sistemática de acoso, desprestigio y hostigamiento que tiene como objetivo desalentar, debilitar y, en última instancia, expulsar a las mujeres de los espacios de poder.
El caso más reciente, el de la ministra de Educación y portavoz del Gobierno de España, Pilar Alegría, pone nuevamente el foco sobre una realidad que, aunque muchas veces ignorada o minimizada, constituye una amenaza directa contra la democracia.
Porque cuando se ataca a una mujer por el simple hecho de ser mujer en política, no solo se la agrede a ella: se erosiona el derecho colectivo a una representación igualitaria y justa.
Pilar Alegría y la política del fango
La campaña de odio desatada contra Pilar Alegría a comienzos de abril de 2025 es un ejemplo flagrante de violencia política de género. Tras admitir que había pernoctado en el Parador de Teruel durante una noche en la que también estuvo presente el exministro José Luis Ábalos, no tardaron en surgir insinuaciones difamatorias, bulos y mensajes abiertamente machistas en redes sociales y algunos medios de comunicación.
A Alegría se la acusó sin pruebas, se la insultó, se ridiculizó su apariencia y, en una de las formas más repugnantes de violencia simbólica, se puso en duda su carrera política insinuando que sus logros eran fruto de favores sexuales.
Lo más grave no fue solo el contenido de los ataques, sino su volumen y la velocidad con la que se viralizaron. En cuestión de horas, la ministra pasó a ser objeto de una ofensiva digital orquestada que combina elementos de misoginia, desinformación y odio político.
Una tormenta perfecta de machismo disfrazado de crítica legítima, donde el objetivo no era esclarecer hechos ni pedir responsabilidades, sino dañar su imagen como mujer, como profesional y como representante pública.
La reacción institucional fue inmediata: el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, expresó su apoyo públicamente y denunció el carácter machista de los ataques. También lo hicieron ministras y compañeros de partido, así como algunas voces del feminismo.
Sin embargo, como suele suceder, la campaña de odio dejó su huella. Alegría, como tantas otras mujeres, tuvo que soportar no solo el ataque, sino también la sospecha, la presión mediática y la constante necesidad de justificarse ante una opinión pública contaminada por el fango.
No es un caso aislado
Lo ocurrido con Pilar Alegría no es nuevo ni excepcional. En los últimos años, muchas mujeres políticas han denunciado situaciones similares. Irene Montero, durante su etapa como ministra de Igualdad, fue objeto de insultos diarios, cuestionamientos sobre su vida personal, burlas sobre su aspecto físico y una hostilidad que sobrepasó los límites de la crítica política.
Lo mismo le ocurrió a Ada Colau, Ada Salazar, Teresa Rodríguez, Inés Arrimadas, y a tantas otras que han tenido que enfrentarse no solo al escrutinio político, sino también al machismo más rancio disfrazado de libertad de expresión.
La violencia política machista no distingue ideología ni partido. Ataca a las mujeres por ocupar un espacio que históricamente se les negó. Se presenta como ironía, sátira o legítima discrepancia, pero esconde un mensaje claro: “no perteneces aquí”.
Esta violencia va desde el acoso en redes sociales hasta las amenazas de muerte, pasando por la desinformación, la ridiculización pública, la difusión de imágenes íntimas o la manipulación de sus discursos.
¿Qué entendemos por violencia política de género?
Según ONU Mujeres, la violencia política contra las mujeres se refiere a “cualquier acto o conducta, ya sea individual o colectiva, que tenga como finalidad o resultado menoscabar o anular el reconocimiento, goce o ejercicio de los derechos políticos de las mujeres”. Esta violencia puede ser física, psicológica, simbólica, sexual o económica, y suele manifestarse con especial crudeza en contextos electorales o cuando las mujeres ocupan cargos visibles de responsabilidad.
Un estudio de la Unión Interparlamentaria reveló que el 81,8% de las parlamentarias a nivel mundial ha experimentado violencia psicológica durante su mandato. En América Latina, el 80% de las mujeres políticas encuestadas por ONU Mujeres aseguró haber vivido situaciones de violencia por razones de género.
En España, aunque no existe un sistema de registro específico, las denuncias públicas se han multiplicado, y varias diputadas han reconocido haber abandonado la política o haber reconsiderado su futuro por culpa del acoso constante.
El papel de las redes sociales: caldo de cultivo del odio
Las redes sociales, lejos de ser espacios de diálogo democrático, se han convertido en verdaderos campos de batalla donde las mujeres políticas son blanco fácil. Los algoritmos priorizan los contenidos polémicos, los mensajes de odio se difunden más rápido que los razonados, y la impunidad sigue siendo la norma.
La ministra Alegría lo ha vivido en carne propia: tras sus declaraciones, cientos de mensajes machistas inundaron Twitter (ahora X), muchos de ellos anónimos, otros provenientes de cuentas verificadas. Algunos incluso sugerían su destitución por “conducta inmoral”, retomando imaginarios patriarcales donde las mujeres deben cumplir estándares éticos, estéticos y conductuales inalcanzables, mientras que a los hombres se les permite todo tipo de excesos sin consecuencias.
La alcaldesa de A Coruña, Inés Rey, reaccionó con contundencia: “No son haters, son hijos de puta”, declaró, parafraseando a Paquita Salas y denunciando la naturalización del machismo en las redes. Su intervención, aunque polémica, dejó al descubierto una realidad que se quiere silenciar: el acoso digital a las mujeres políticas es sistemático, organizado y con consecuencias devastadoras para su salud mental y su trayectoria profesional.
El silencio de muchos y la banalización del problema
Uno de los grandes problemas en torno a la violencia política de género es su banalización. Se relativiza, se minimiza, se justifica con argumentos como “ella se lo buscó”, “es parte del juego político” o “es la crítica que toca por ser figura pública”. Estos discursos no solo perpetúan la violencia, sino que la normalizan.
Convertir los ataques machistas en parte del paisaje democrático es, en el fondo, aceptar que la política sigue siendo un espacio hostil para las mujeres.
A esto se suma el silencio de muchos compañeros de bancada, periodistas, opinadores o ciudadanos que, ante casos como el de Alegría, eligen mirar hacia otro lado o, peor aún, se suman al linchamiento mediático con una sonrisa cómplice.
Esta complicidad silenciosa es una forma de violencia estructural que perpetúa el poder masculino y desalienta a las futuras generaciones de mujeres a implicarse en la vida pública.
¿Qué podemos hacer?
Combatir la violencia política de género requiere una respuesta institucional clara, pero también un cambio cultural profundo. Es imprescindible:
- Reconocer el problema: dejar de minimizar o negar que la violencia política machista existe y tiene efectos reales.
- Legislar con perspectiva de género: incorporar la violencia política como categoría específica en las leyes contra la violencia de género y en los códigos éticos de los partidos.
- Regular las plataformas digitales: exigir a las redes sociales mayor responsabilidad en la detección, eliminación y sanción de contenidos machistas.
- Apoyar a las víctimas: crear protocolos de protección y acompañamiento para mujeres políticas que sufran acoso o violencia.
- Educar para el respeto: incorporar una educación feminista, crítica y democrática en todos los niveles del sistema educativo.
La política no será verdaderamente democrática hasta que las mujeres podamos participar en ella sin miedo, sin insultos, sin violencia. El caso de Pilar Alegría no es una anécdota ni una polémica puntual: es el reflejo de un sistema que sigue considerando a las mujeres como intrusas en el poder.
Es hora de actuar. No podemos permitir que el odio y el machismo nos arrebaten a nuestras lideresas, nuestras referentes, nuestras compañeras de lucha. La política necesita más mujeres, no menos. Pero también necesita que estén vivas, libres y seguras.
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