Cuando una mujer víctima de violencias machistas llega a nosotras, lo primero que hacemos es escucharla.
La escuchamos sin juzgar, con toda la empatía y sororidad que nos da el haber pasado por todo lo que ella que te está contando y el saber en todo momento cómo se siente. La escuchamos, mucho. Lloramos con ella si lo necesita. La abrazamos. La acuerpamos. La animamos. Le aseguramos que en lo que a nosotras respecta, ya no estará más sola. Le resolvemos las dudas que están en nuestra mano, y las que no, removemos cielo y tierra para encontrar a quién nos las resuelva. En definitiva, estamos a su lado.
Nosotras nunca la animamos a denunciar a las bravas a no ser que su vida y/o la de sus criaturas corra un peligro inmediato e inminente, nunca, porque la decisión de denunciar es algo que hay que pensar muy bien. Y es algo que tiene que ser decidido única y exclusivamente por ella, ya que cada mujer tiene su momento. Su «clic«.
Una denuncia es igual que los cimientos de una casa, que deben ser sólidos y fuertes, y construidos en el terreno perfecto para que esa casa perdure en el tiempo y sea segura y fuerte. Pues una denuncia por violencias machistas tiene que ser igual.
Por eso, cuando una mujer toma la difícil y valiente decisión de denunciar, tiene que estar muy preparada, tiene que estar muy segura y tiene que tenerlo todo muy claro. Pero sobre todo, tiene que ser su decisión y nadie debe forzarla a ello.
Además de todo esto, hay muchas más cosas en medio de este proceso previo, que hacen que la interposición de la denuncia sea algo difícil y muy duro para la mujer y sus criaturas.
Ya en el proceso posterior llegamos al juicio… Y ¿ qué ocurre cuándo en ese juicio, una mujer que ha denunciado por el tremendo sufrimiento que han padecido ella y sus criaturas, se encuentra con que su señoría condena al maltratador a realizar trabajos a la comunidad como pago por todos esos maltratos?
Trabajos en colegios a un maltratador que ha agredido a sus hijos y/o hijas. En residencias, con ancianas y ancianos extremamente vulnerables e indefensos. En centros comunitarios, donde acudimos otras mujeres que pueden captar como su siguiente presa.
Esa mujer, que ha pasado por un proceso físico y psicológico terrible hasta llegar a poder dar el paso de denunciar, siente que todo ese esfuerzo, todo ese trabajo de superación personal, todo ese sufrimiento suyo, de sus criaturas, de su familia y amigos. No ha valido para absolutamente nada.
Siente que la «condena» que se le impone a su maltratador, es totalmente irrisoria comparada a los años de maltratos, vejaciones y dolor que han pasado ella y sus criaturas.
Siente que ha denunciado y pasado por todo lo que ha pasado, para que su maltratador se «vaya de rositas» y ella obtenga una orden de alejamiento que no les protege ni a ella ni a sus criaturas (y a las criaturas, con suerte, si no es sólo para ella) porque es una simple hoja de papel que no va a parar al victimario si decide ir a por ellos, y a las pruebas nos remitimos.
Siente que, si un juez así lo argumenta y a pesar de esos cambios en las leyes que hemos escuchado hasta la saciedad, tendrá que dejar que sus criaturas se vayan con el maltratador el tiempo que su señoría estipule. Dejándolos solos con él, sabiendo como sabe, cómo es y todo lo que es capaz de llegar a hacer.
¿Trabajos a la comunidad para «pagar» todo lo que le había hecho?
Para pagar años de miedo, de terror. De temblar cuando escuchaba la llave en la puerta. De ver los ojos atemorizados de sus criaturas. De años de palizas en silencio para que nadie oyese nada. De millones de excusas inventadas para explicar su torpeza por esos moretones que siempre llevaba. De años de mentir para evitar sufrimiento a su familia y evitar la vergüenza. De montones de antidepresivos porque siempre estaba triste y con ansiedad.
De ese destrozo psicológico diario que él le hacía, que la llevó a llegarse a creer que no era nada, que no era nadie, que no valía, que era un monstruo, que nadie la iba a querer si no era él, de llamarla inútil, de decirle inculta, de tildarla de analfabeta, de gritarle que no salía con ella porque se avergonzaba, de compararla con otras, de menospreciarla en todo lo que hacía, de ridiculizarla delante de la gente, de reírse de su cuerpo, de insultarla, de tantas y tantas cosas.
De esas amenazas constantes de matarla a ella, a las criaturas. De llevárselos lejos y que no los viera más. De agredir a sus criaturas y ponerse ella en medio, llevándose los golpes. De ese pánico constante a que hiciera realidad esas amenazas. De esas acusaciones de madre incompetente, nula, mala que no valía para criar a sus criaturas. De esas violaciones a puerta cerrada del dormitorio conyugal, sin emitir ella ningún sonido para que sus criaturas no oyesen nada.
¿Y todo eso y muchísimas cosas más, se pagan con unas horas de trabajos a la comunidad?
Pues no señorías no. Eso no se paga con «trabajos para la comunidad«, eso se paga con cárcel. Porque destrozar vidas tiene que pagarse con cárcel.
Porque no es justo que todo el sufrimiento, el esfuerzo y la valentía de una mujer para salir de ese infierno que le ha hecho pasar un maltratador, que no sabe vivir en sociedad, que no cambian ni quieren, que no se reinsertan, que no son enfermos y que reinciden tenga como «pena» trabajos a la comunidad. Que suena , no sabemos si a broma, o a cachondeo.
Necesitamos sentencias ejemplares, ejemplarizantes y ejemplarizadoras. Sentencias que sean aviso a navegantes de que en este país, no consentimos violencias machistas contra mujeres, niñas ni niños.
Leyes duras contra los victimarios que nos protejan de sus maltratos. Y eso, señorías, está en sus manos.
Como siempre hacemos, les volvemos a preguntar: ¿Qué pasaría si esa mujer, esas criaturas, fueran de su sangre? ¿Les parecería justo que la condena por todo lo que les hemos expuesto antes, fueran «trabajos para la comunidad«…?
Deja tu comentario