La lucha contra la violencia machista no es un eslogan, ni una etiqueta para colgar en una web, ni una frase bonita que garantiza subvenciones y espacios en los medios.
La lucha contra la violencia machista se libra en la piel, en el cuerpo y en la memoria de quienes hemos sobrevivido a ella. Sin embargo, cada vez es más frecuente ver cómo asociaciones que jamás han vivido esta violencia en carne propia, que no saben lo que significa esconderse, temblar ante una llamada o reconstruirse tras años de maltrato, ocupan los lugares, los recursos y los micrófonos que deberían estar en manos de quienes sí conocemos el monstruo desde dentro.
La coletilla de “contra la violencia machista” se ha convertido en un salvoconducto. Con ella se abren puertas a subvenciones, contratos públicos, convenios institucionales y titulares en prensa. Lo indignante es que, en demasiadas ocasiones, quienes logran ese acceso no son las asociaciones formadas por mujeres sobrevivientes, sino aquellas que se limitan a “trabajar el tema” desde fuera, desde la distancia cómoda de no haberlo padecido nunca.
No hablamos de falta de compromiso, pues toda acción contra la violencia puede ser necesaria, sino de un mecanismo perverso de usurpación que coloca a las verdaderas víctimas en un segundo plano, invisibles en el mismo terreno donde deberíamos ser protagonistas.
El expolio de los recursos económicos
Las subvenciones destinadas a erradicar la violencia machista son limitadas. Esto lo sabemos todas las que intentamos sostener asociaciones pequeñas, nacidas del dolor y la resistencia. Con presupuestos raquíticos tratamos de acompañar a mujeres, ofrecer atención psicológica, dar talleres en institutos, generar campañas de sensibilización o simplemente sostener un espacio seguro donde compartir experiencias.
Mientras tanto, asociaciones sin víctimas en su base reciben cientos de miles de euros. Se presentan como “expertas”, redactan memorias técnicas con consultoras externas y, gracias a sus contactos políticos, acceden a partidas que deberían estar fortaleciendo el tejido de asociaciones de sobrevivientes.
Nosotras, que conocemos los laberintos de la burocracia institucional porque los hemos recorrido como víctimas, vemos cómo nuestro trabajo se queda sin financiación.
Es una injusticia evidente: el dinero que debería llegar a las mujeres que acompañan desde su experiencia, que crean redes de apoyo vitales, termina engrosando los presupuestos de quienes jamás han tenido que enfrentarse a un juicio con su agresor en la misma sala.
La ocupación de los espacios físicos
No solo es el dinero. También los espacios físicos y simbólicos están en disputa. Jornadas, congresos, mesas redondas, campañas institucionales… ¿Quién suele ocupar la primera fila? Las asociaciones grandes, las que saben manejar los lenguajes técnicos, las que tienen gabinetes de prensa, las que hablan “de” la violencia, pero no “desde” la violencia.
A nosotras se nos coloca, cuando se hace, en la esquina, como si nuestro testimonio fuese un accesorio de color para añadir dramatismo, pero nunca como una voz central.
Y, sin embargo, ¿quién mejor que las sobrevivientes para hablar de prevención? ¿Quién mejor que nosotras para explicar las trampas de la manipulación psicológica, el terror cotidiano de la violencia, el costo en los cuerpos y en las vidas de los hijos e hijas?
La paradoja es brutal: las instituciones llaman a asociaciones que no han vivido la violencia para que “formen” a profesionales sobre cómo detectarla y tratarla.
Mientras tanto, las asociaciones de víctimas somos tratadas como un añadido, como un testimonio que adorna, pero no como actoras principales de las políticas públicas.
La invisibilización en los medios
El papel de los medios de comunicación es clave en la construcción de imaginarios sociales. Y aquí también ocurre lo mismo: periodistas que buscan declaraciones rápidas llaman a las asociaciones “oficiales” o a expertas que nunca han pasado por un proceso judicial como víctimas.
Se publican informes llenos de estadísticas y recomendaciones elaborados en despachos universitarios, mientras la voz de las mujeres que hemos sobrevivido queda relegada a un testimonio desgarrador puntual, utilizado para dar morbo, pero no para construir discurso político ni social.
Los focos rara vez alumbran a las asociaciones de víctimas, salvo en días señalados como el 25N, donde se nos invita a poner la lágrima y luego se nos devuelve a la sombra. Esa instrumentalización de nuestro dolor es otra forma de violencia simbólica: se utiliza nuestra experiencia para legitimar, pero no para protagonizar.
El argumento del “expertise” técnico
Algunas de estas asociaciones justifican su protagonismo alegando que poseen el conocimiento técnico, que han estudiado la violencia machista desde la sociología, la psicología o el derecho. Nadie niega el valor de esos saberes, pero no puede construirse una política integral contra la violencia de género sin las voces de quienes la hemos vivido.
Porque nosotras sabemos lo que significa que un policía no te crea, que un juez minimice tu miedo, que una administración te dé una ayuda que llega tarde o nunca.
Sabemos cómo duele que tus hijos e hijas sean obligados a ver a un padre maltratador en un Punto de Encuentro Familiar. Sabemos la humillación de que te pregunten por qué no te fuiste antes, como si la culpa fuese tuya.
Ese saber no está en los manuales. Está en nuestros cuerpos, en nuestra memoria, en la lucha diaria por reconstruirnos. Y es un saber imprescindible.
El desplazamiento político
En los espacios políticos ocurre otro tanto. Muchas asociaciones de víctimas han intentado sentarse en consejos consultivos, en comisiones de igualdad, en observatorios contra la violencia de género. ¿Qué encontramos? Un muro.
Nos dicen que no cumplimos requisitos burocráticos, que no tenemos estructura suficiente, que “ya hay otras entidades representadas”. Esas otras entidades, de nuevo, son las que no tienen mujeres sobrevivientes en su base, pero que sí cumplen con la formalidad administrativa.
Así se construye un simulacro: las políticas contra la violencia de género se diseñan y evalúan sin que las propias víctimas estemos presentes.
Se nos convierte en “objeto” de protección, pero no en “sujeto” de derechos y de acción.
Relegadas a la parte de atrás
La consecuencia de todo esto es clara: las asociaciones de víctimas somos relegadas a la parte de atrás. No se nos permite liderar, no se nos reconoce la capacidad de ser actoras principales en la prevención, la sensibilización y la erradicación de las violencias machistas.
Nos quieren en silencio, agradecidas por migajas de ayuda, prestando testimonio cuando conviene, pero nunca ocupando el lugar que nos corresponde. Y ese lugar es el centro. Porque nadie entiende mejor la magnitud del problema que quienes lo hemos sufrido.
La impostura del “compromiso” sin dolor
Resulta especialmente doloroso ver cómo algunas asociaciones utilizan el dolor ajeno como plataforma de prestigio. Organizan jornadas con grandes títulos, publican informes con logos institucionales, hacen campañas de marketing… pero no acompañan a mujeres en comisarías, no están al otro lado del teléfono a las tres de la mañana cuando una víctima teme por su vida, no sostienen a una mujer rota que acaba de salir de un juicio.
El compromiso sin dolor puede ser útil, pero nunca debe sustituir ni eclipsar a las voces de quienes llevamos cicatrices reales. Porque la violencia machista no es una abstracción: es una experiencia brutal que marca para siempre.
Reivindicación del papel de las asociaciones de víctimas
Por todo ello, es urgente reivindicar el papel de las asociaciones de víctimas como actoras principales. No pedimos protagonismo por ego, sino porque la eficacia de las políticas públicas depende de que quienes las diseñan y ejecutan tengan en cuenta nuestra experiencia.
Las asociaciones de víctimas debemos ser reconocidas como:
- Espacios de prevención real: porque sabemos detectar las señales que anuncian el maltrato, incluso las más sutiles.
- Agentes de sensibilización social: porque nuestros relatos llegan a donde no llegan las cifras.
- Referentes en acompañamiento: porque ninguna teoría sustituye la empatía de quien ha pasado por lo mismo.
- Actoras políticas: porque nuestras propuestas están ancladas en la realidad cotidiana, no en la abstracción académica.
Una llamada a las instituciones
A las instituciones hay que decirles claro: dejen de financiar la usurpación. Los recursos deben priorizar a las asociaciones formadas por sobrevivientes. No pedimos excluir a nadie, pero sí un criterio justo que reconozca la legitimidad de quienes hemos vivido lo que otras solo estudian.
El dinero público debe ir primero a quienes sostienen la vida de otras mujeres con su trabajo voluntario, con su precariedad y con su experiencia vital. Luego, si sobra, a quienes acompañan desde fuera.
Conclusión: basta de relegar a las sobrevivientes
La lucha contra la violencia machista no puede seguir basada en la impostura, en la usurpación de voces, en la invisibilización de las verdaderas actoras. No se puede seguir relegando a la parte de atrás a las asociaciones de víctimas mientras otras se llevan el protagonismo, los recursos y el prestigio.
Porque sin nosotras no hay verdad. Sin nosotras no hay memoria. Sin nosotras no hay cambio real.
La violencia machista la hemos vivido en nuestros cuerpos, en nuestras vidas y en nuestros hijos e hijas. Somos nosotras quienes sabemos lo que significa sobrevivir. Y somos nosotras quienes debemos liderar la lucha para que ninguna mujer más tenga que pasar por lo mismo.
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